Los rasgos como pulsiones fijadas desde la infancia. Juan Carlos Cosentino. Un pequeño Hombre gallo. Sandor Ferenczi.



1. Los rasgos como pulsiones fijadas desde la infancia

Freud escribe en el historial del pequeño Hans: “suelo, desde hace años, instar a mis discípulos y amigos para que compilen observaciones sobre la vida sexual de los niños que las más de las veces se pasa hábilmente por alto o se desmiente adrede” (1).
Entre el material que en virtud de esa exhortación llega a sus manos, además del de Hans, ocupa un puesto sobresaliente el del pequeño Arpád.
Se lo envía Sandor Ferenczi, discípulo y analizante, quien posteriormente lo publica como Un pequeño Hombre gallo (2): “tengo en este momento un caso sensacional, un hermano del pequeño Hans por su importancia” (3).
Freud le ha transmitido su interés en utilizar dicho material clínico para su trabajo sobre el totemismo. “Le envió –escribe Ferenczi– el pequeño Hombre gallo, le ruego servirse como mejor le parezca. Me sentiré muy feliz si puede utilizarlo para el trabajo sobre el Tabú” (4).
En la carta del 1 de febrero de 1912 que le envía a su discípulo leemos: “comencemos por su hombrecito gallo. Es un regalo y tendrá un gran porvenir. Espero que no vaya a creer que quiero simplemente confiscarlo para mí; eso sería una bajeza de mi parte. Pero no habrá que publicarlo antes de que yo haya podido sacar el retorno infantil del totemismo, a fin de que allí, entonces, me refiera a ello” (5).
Efectivamente, en el capítulo IV El retorno del totemismo en la infancia, se refiere, por un lado, al caso del pequeño Hans y, por otro, al caso de Ferenczi.
Considera la fobia a los caballos del primero un caso de totemismo negativo. Allí el tótem, es decir, el animal, sostiene ciertas prohibiciones y regula la relación del niño, particularmente problemática en la fobia, con el deseo materno. A su vez, ubica al pequeño Arpád como un caso de totemismo positivo, donde el tótem, a diferencia de la fobia, no prohibe sino que más bien empuja y lo lleva a enfrentarse con el animal temido.
En “Tótem y tabú” señala: Lo nuevo que averiguamos en el análisis del pequeño Hans fue el hecho, importante respecto del totemismo, de que en tales condiciones el niño desplaza una parte de sus sentimientos desde el padre hacia un animal. [...] Es lícito formular la impresión de que en estas zoofobias de los niños retornan ciertos rasgos del totemismo con sello negativo. Pero debemos a S. Ferenczi (6) la excelente observación aislada de un caso que sólo admite la designación de totemismo positivo en un niño. Es cierto que en el pequeño Arpád, de quien informa Ferenczi, los intereses totemistas no despertaron directamente en el contexto del complejo de Edipo, sino sobre la base de la premisa narcisista de éste, la angustia de castración. Pero quien examine con atención la historia del pequeño Hans hallará también en ella los más abundantes testimonios de que el padre era admirado como el poseedor del genital grande y era temido como el que amenazaba el genital propio. Tanto en el complejo de Edipo como en el de castración, el padre desempeña igual papel, el del temido oponente de los intereses sexuales infantiles. La castración, o su sustitución por el enceguecimiento, es el castigo que desde él amenaza (7).
Teniendo el pequeño Arpád dos años y medio, intentó cierta vez, durante unas vacaciones veraniegas, orinar en el gallinero, y una gallina le picó el miembro o intentó picárselo. Cuando un año después regresó a ese mismo lugar, él mismo se convirtió en gallina; sólo se interesaba por el gallinero y cuanto allí pasaba, y trocó su lenguaje humano por cacareos y quiquiriquíes. En la época de la observación (cinco años) había vuelto a hablar, pero en su conversación se ocupaba exclusivamente de cosas de gallinas y otras aves de corral. No tenía otro juguete que ese, sólo entonaba canciones en que les sucediera algo a unas aves de corral. Su comportamiento hacia su animal totémico era ambivalente por excelencia, un odiar y un amar desmedidos. Lo que más le gustaba era jugar a la matanza de gallinas. «La matanza de las aves de corral es para él toda una fiesta. Es capaz de danzar horas y horas, excitado, en torno del animal muerto» (8). Pero luego besaba y acariciaba al animal abatido, limpiaba y hacía mimos a los símiles de gallinas que había maltratado.
El pequeño Arpád puso cuidado en que el sentido de sus raros manejos no permaneciera oculto. En ocasiones retraducía sus deseos del modo de expresión totemista al de la vida cotidiana. «Mi padre es el gallo», dijo cierta vez. «Ahora yo soy chico ahora soy un pollito. Cuando sea más grande seré una gallina. Y cuando sea más grande todavía, seré un gallo». Otra vez deseo de pronto comer «guiso de madre» (por analogía con el guiso de gallina). Era muy liberal para hacer nítidas amenazas de castración a otros, como él mismo las había experimentado a causa de su quehacer onanista con su miembro.
Según Ferenczi, no quedó ninguna duda sobre la fuente de su interés por el ajetreo del gallinero. «El movido comercio sexual entre gallo y gallina, la puesta de los huevos y la salida de los pollitos del cascaron» satisfacían su apetito de saber sexual, que en verdad se dirigía a la vida de la familia humana. Había formado sus deseos de objeto siguiendo el modelo de la vida de las gallinas; cierta vez dijo a una vecina: «Me casaré con usted, y con su hermana, con mis tres primas y la cocinera; no, en vez de la cocinera, prefiero a mi madre».
Mas adelante podremos completar nuestra apreciación de esta observación; por ahora destaquemos solo dos rasgos como unas valiosas concordancias con el totemismo: la plena identificación con el animal totémico (9) y la actitud ambivalente de sentimientos hacia él. De acuerdo con estas observaciones, consideramos lícito remplazar en la fórmula del totemismo al animal totémico por el padre –en el caso del varón–. Pero notemos que no hemos dado un paso nuevo ni particularmente osado. Los propios primitivos lo dicen y, en la medida en que el sistema totemista sigue en vigor todavía hoy, designan al tótem como su antepasado y padre primordial. No hacemos más que tomar en sentido literal un enunciado de estos pueblos, un enunciado con el cual los etnólogos no han sabido bien qué hacer y luego le han restado importancia. El psicoanálisis nos advierte que, al contrario, debemos escoger precisamente ese punto y anudar a él todo intento de explicar el totemismo (10) (11).
Se trata de un ritual y un juego que no logran pacificar al niño, lo cual revela que algo no se logra en la operación metafórica. “En suma, un ritual y un juego que no alcanzan a constituirse como tales, lo cual refiere al incierto enmascaramiento del objeto de la pulsión, ya que –y esta es la hipótesis freudiana- ese tótem esta demasiado vivo y, por tanto, no cumple su verdadero papel de tótem y de interdicción” (12).
Según Ferenczi, el picotazo de un gallo sobre el pene, mientras orinaba en el gallinero, Arpád lo recibe a los 2 ½ años. “La amenaza de castración –le pregunta Freud– ¿tuvo lugar antes a después de dicha aventura?” (13) Pues el tótem se caracteriza, fundamentalmente cuando opera con sello negativo, por representar al animal muerto (efecto de metáfora) y erigirse en sostén del sistema de prohibiciones.
Pero ocurre que Ferenczi llama al gallo de Arpád animal sexual. En este sentido la identificación como respuesta frente al ataque del animal lleva a preguntarse por el valor de objeto pulsional que toma el mismo y que conlleva en si un peligro que se fija como rasgo de carácter. En Arpád adopta la forma de una actitud desafiante (“difícilmente lloraba, no pedía perdón“) que lo empuja, en una incesante repetición, a enfrentar al animal temido (14).
Muchos años después, en 1939, para referirse a los efectos del trauma Freud vuelve a pensar que son de índole doble, positivos y negativos.
Los primeros, es decir, las reacciones positivas, que intentan recordar la vivencia olvidada, responden a la fijación al trauma y a la compulsión de repetición, y como tendencias del yo le prestan unos rasgos de carácter inmutables, aunque su fundamento real y efectivo, su origen histórico–vivencial (historisch), esté olvidado, o mas bien justamente por ello. Así, “una muchacha que en su temprana infancia fue objeto de una seducción sexual puede organizar su posterior vida sexual de manera de provocar una y otra vez tales ataques”.
Con estas intelecciones en Moisés y la religión monoteísta rebasa el problema de las neurosis y avanza hacia la inteligencia de la formación del carácter en general.
Las reacciones negativas, en cambio, persiguen la meta contrapuesta; “que no se recuerde ni se repita nada de los traumas olvidados. Podemos resumirlas como reacciones de defensa. Su expresión principal son las llamadas evitaciones, que pueden acrecentarse hasta ser inhibiciones y fobias. También estas reacciones negativas prestan las más intensas contribuciones a la acuñación del carácter; en el fondo, ellas son también, lo mismo que sus oponentes, fijaciones al trauma, sólo que unas fijaciones de tendencia contrapuesta” a las positivas (15).
Así, “la influencia compulsiva más intensa proviene de aquellas impresiones que alcanzan al niño en una etapa en que no es posible atribuir receptividad plena a su aparato psíquico: los rasgos de carácter, continuaciones inalteradas de las pulsiones originarias o bien formaciones reactivas contra ellas. Tales procesos de la formación del carácter son menos trasparentes y más inasequibles al análisis que la neurosis de transferencia, los procesos neuróticos y la dimensión fantasmática” (16).
En el relato de Ferenczi, posteriormente, hay un intento en el niño por negativizar al tótem. No es lo mismo el temor al gallo que el temor a los viejos judíos barbudos, pues también le imponen respeto. Y así, parece deslizarse hacia una fobia: “rogaba a su madre que invitase a esos mendigos a su casa. Sin embargo cuando realmente uno de ellos venía, se escondía y lo miraba a una distancia respetable” (17).
Finalmente, nos enteramos –fue publicado en 1943– que Arpád cuando adulto terminó siendo propietario de una granja avícola (18), así como Hans llegó a ser régisseur (19).
Notas y referencias bibliográficas
1. S. Freud, Análisis de la fobia de un niño de cinco años (el pequeño Hans), AE., X, 8. Las remisiones corresponden a O.C., Amorrortu Editores (A.E.), Buenos Aires, 1978-85; las revisiones para la traducción del alemán corresponden, salvo aclaración, a Studienausgabe, S. Ficher Verlag, Francfort del Meno, 1967-77.
2. S. Ferenczi, Un pequeño Hombre gallo, en “Sexo y psicoanálisis”, Hormé, Bs. As., 1959, págs. 171-8. En esta ficha páginas 8-13.
3. S. Freud, S. Ferenczi, Correspondance 1908–1914, “Carta 268 Fer”, 18–I–12, Calmann–Lévy, París, 1992, pág. 347.
4. Idem, “Carta 271 Fer”, 27/31–I–12, pág. 356.
5. Idem, “Carta 275 F”, 1–II–12, pág. 359.
6. S. Ferenczi, Un pequeño Hombre gallo, ob. cit., págs. 171-8. En esta ficha páginas 8-13.
7. Freud acentúa en el texto la sustitución de la castración por el enceguecimiento, contenido aún, nos dice, en el mito de Edipo. Ver también J. Fukelman, A propósito de Arpád. Encuentro con animales, Conjetural N°5, Sitio, Bs. As., 1984, pág. 18: “En cuanto a Arpád, un punto de partida sería preguntarnos si juega al gallinero o cayó bajo el orden del gallinero. Una forma frecuente que adquiere el espíritu del grano es la del gallo. En Austria advierten a los niños que no se alejen por entre las mieses, pues el gallo del grano está allí dentro y les sacaría los ojos a picotazos. También matan al espíritu del grano en forma de grano. En zonas de Alemania, Hungría, Polonia y Picardía, los segadores ponen un gallo vivo en la última mies que va a ser cortada, lo persiguen por el campo o lo entierran hasta el cuello en el suelo, y después lo decapitan con una hoz o guadaña”. Así, resulta interesante esta vieja historia, “ya que todo pasa cuando Arpád veranea en Austria, y nos lleva a preguntar ¿juega o está preso en un mito de adultos?”
8. S. Ferenczi, Un pequeño Hombre gallo, ob. cit., pág. 175. En esta ficha páginas 8-13.
9. S. Freud, Tótem y tabú, AE., XIII, 134, nota 41: “este enunciado según Frazer (1910, 4, pág. 5), encierra lo esencial del totemismo: «Totemism is an identification of a man with his totem» («El totemismo es una identificación de un hombre con su tótem»)”.
10. A Otto Rank, añade Freud también a pie de página, le debo la comunicación de un caso de fobia al perro en un inteligente joven; la explicación que este dio sobre el modo en que contrajo su padecimiento recuerda notablemente a la teoría de los arunta sobre los tótems, ya mencionada (en el texto pág. 117). Creía haber escuchado de su padre que su madre fue asustada por un perro cuando estaba embarazada de él. Idem, nota 42.
11. Idem, 131-4.
12. M. Gerez Ambertín, “Tesis Doctoral”, El superyo en la clínica freudo-lacaniana: nuevas contribuciones, Tucumán, 1998, págs. 171-9, inédito.
13. S. Freud, S. Ferenczi, Correspondance 1908–1914, “Carta 268 Fer”, 18–I–12, y “Carta 275 F”, 1–II–12, ob. cit., págs. 349 y 359.
14. M. L. Silveyra, Carácter y totemismo, en Lecturas N° 11/12, Seminario Lacaniano, Bs. As., 1999, pág. 59.
15. S. Freud, Moisés y la religión monoteísta, AE., XXIII, 72-3.
16. J. C. Cosentino, Presentación, en Lecturas N° 11/12, Seminario Lacaniano, Bs. As., 1999, pág. 6.
17. S. Ferenczi, Un pequeño Hombre gallo, ob. cit., pág. 178. En esta ficha página 13.
18. M. Gerez Ambertín, “Tesis Doctoral”, ob. cit., pág. 179, inédito.
19. J. C. Cosentino, Angustia, fobia, despertar, Eudeba, Bs. As., 1998, págs. 169-73.



EL PEQUEÑO ARPÁD Sandor Ferenczi
2. UN PEQUEÑO HOMBRE GALLO[1]
Una dama ex paciente mía que retuvo su interés en el psicoanálisis, llamó mi atención hacia el caso de un niñito, que supuso sería de interés general.
Se trataba de un niño de cinco años de edad llamado Arpád que, de acuerdo al informe unánime de sus parientes, se había desarrollado hasta la edad de tres años y medio regularmente. Tanto física como mentalmente había sido un niño perfectamente normal, hablaba fluidamente y demostraba considerable inteligencia.
De pronto cambió visiblemente; en el verano de 1910 la familia fue a un balneario de Austria donde también habían estado el verano anterior y tomó habitaciones en la misma casa del año pasado. Inmediatamente luego de arribar la conducta del niño cambió de modo curioso. Hasta entonces se había interesado por todo lo que sucedía adentro o afuera que puede atraer la atención de una criatura, a partir de ese momento sólo se interesó en una cosa, el gallinero en el patio de la casa. A la mañana temprano se apresuraba a ir al corral, observaba las aves con incansable interés, imitaba sus sonidos y movimientos, y lloraba cuando era sacado por la fuerza del gallinero. Pero aún cuando no estaba allí no hacía nada más que cacarear y cloquear. Lo hacía ininterrumpidamente por horas, y contestaba a las preguntas sólo con esos gritos animales, de modo que su madre estaba seriamente preocupada porque el niño perdiese su capacidad de hablar.
Esta peculiar conducta del pequeño Arpád duró toda la estada del verano. Cuando la familia retornó a Budapest volvió a hablar humanamente, pero su charla era casi exclusivamente de gallos, gallinas y pollos, cuando más agregaba patos y gansos. Su juego habitual repetido interminablemente todos los días era el siguiente: arrugaba todo periódico en la forma de gallos y gallinas, y los ofrecía a la venta, entonces tomaba algún objeto (generalmente un pequeño cepillo plano) llamémosle cuchillo, llevaba su “gallo” a la pileta (donde la cocinera realmente acostumbraba a matar las aves), y le cortaba el pescuezo a su gallina de papel. Mostraba cómo el gallo sangraba y con su voz y gestos hacía una imitación excelente de la agonía de su muerte. Siempre que se ofrecían en venta aves de corral en el patio, el pequeño Arpád estaba inquieto y no dejaba tranquila a su madre hasta que ésta compraba alguna. Quería presenciar cuando la mataban; sin embargo tenía mucho miedo de los gallos vivos.
Los padres muchísimas veces le preguntaban por qué le tenía tanto miedo a los gallos, y Arpád siempre les relataba la misma historia: Una vez él se había metido en el gallinero y había orinado en un nido, luego de lo cual el gallo de plumas amarillas (a veces decía marrones), vino y le dio un picotazo en el pene, entonces Ilona, la sirvienta, le vendó la herida. Luego le cortaron el pescuezo al gallo y murió.
Ahora bien, los padres recordaban este incidente que había ocurrido el primer verano en el balneario cuando Arpád tenía dos años y medio. Un día la madre había escuchado al pequeño chillando temerosamente y se enteró por la sirvienta que estaba asustado de un gallo que había querido aplicarle un picotazo en el pene. Desde que Ilona ya no estaba en el servicio de la familia no se pudo tener certeza de sí en la ocasión Arpád había sido lastimado realmente, o bien (como creía recordar la madre), sólo lo había vendado para calmarlo.
La parte curiosa de la cuestión era que los efectos posteriores de este acontecimiento se habían manifestado en el niño luego de un período latente de todo un año, en su segunda visita a la residencia de verano, sin que nada hubiese ocurrido en el ínterin que pudiese ser atribuido por los parientes como causa de esta repentina recurrencia del miedo a las aves de corral y su interés por ellas. Sin embargo, no dejé que la naturaleza negativa de esta evidencia me impidiera hacerles una pregunta, suficientemente justificada por la experiencia psicoanalítica, la pregunta de que si durante el curso del período latente, el niño no había sido amenazado con la sección de su pene a causa de su jugueteo voluptuoso con sus genitales.
La respuesta que fue dada de mala gana, fue en efecto que al presente el niño era afecto a jugar con su miembro por lo que frecuentemente era castigado, y que también “era posible” que alguien “bromeando” lo hubiese amenazado con cortárselo, más aún, que Arpád tenía ese mal hábito desde hacía “mucho tiempo”, pero que no sabían si en el año latente ya lo tenía.
Resultó ser que en realidad Arpád no se había salvado de esta amenaza ni aun posteriormente, de modo que podemos considerar probable la presunción de que fue la amenaza experimentada en el ínterin, la que había excitado al niño tanto al revisitar la escena de la terrible primera experiencia, en la que el bienestar de su miembro había estado en peligro de modo similar. Por supuesto no puede excluirse una segunda posibilidad: la de que su primer temor ya había sido exagerado por amenazas de castración previas, y que la excitación al revisitar el gallinero debe ser atribuida a un aumento del “hambre sexual” que se había experimentado mientras tanto.
Desdichadamente ya no era posible reconstruir estas relaciones temporales y debemos contentarnos con las probabilidades de su conexión causal.
La investigación personal del niño no produjo nada notable o anormal. Inmediatamente de entrar en mi habitación le llamó la atención un pequeño bronce de un gallo de montaña que se hallaba entre mis numerosos objetos, lo trajo y me preguntó: “¿Me lo va a dar?”. Le di un lápiz y un papel e inmediatamente dibujó un gallo. Pero ya estaba aburrido y quiso volver a sus juguetes. Dado que la investigación directa psicoanalítica era imposible, tuve que limitarme a lograr que la dama interesada en el caso, que era una vecina y amiga de la familia que lo podía observar por muchas horas a la vez, anotase sus gestos y comentarios curiosos. Sin embargo, pude establecer, para mí, que Arpád era mentalmente alerta y no sin talento, sin bien era cierto que su interés mental y su talento estaban centrados de modo peculiar alrededor del género plumífero de las aves de corral. Cloqueaba y cacareaba de un modo magistral, a la mañana temprano despertaba a toda la familia, un verdadero gallito de vigoroso cacareo. Arpád era musical pero sólo cantaba canciones populares en las que aparecían gallos, gallinas o aves similares, le gustaba especialmente la canción que dice:
Debo correr a Debreczen
a comprar un pavo
y también las canciones: “Pollo, pollo, ven, ven, ven” y:
Bajo la ventana hay dos pollos
dos gallitos y una gallina”.
Podía dibujar como ya fue dicho, pero se limitaba exclusivamente a pájaros de largo pico, haciéndolo con considerable habilidad. De este modo podemos ver la dirección en que buscaba de sublimar su interés patológicamente fuerte en estas criaturas. Finalmente los padres tuvieron que aceptar sus hobbies viendo que sus prohibiciones no servían de nada, y le compraron varios pájaros de juguete hechos de un material irrompible con los que llevaba a cabo toda clase de juegos fantasiosos.
En general Arpád era un muchachito agradable, pero muy desafiante cuando recibía reprimendas o era castigado. Difícilmente lloraba y nunca pedía perdón. Sin embargo aparte de estos rasgos de carácter, no había rastros de rasgos verdaderamente neuróticos que pudieran reconocerse. Se asustaba fácilmente, soñaba mucho (con aves por supuesto) y frecuentemente dormía mal (Pavor nocturnus).
Las acciones y dichos curiosos de Arpád que fueron anotados por la dama observadora, desplegaban mayormente un inusitado placer en fantasías sobre la cruel tortura de las aves de corral. Su juego típico imitando la matanza de las aves ya ha sido mencionado, a esto debe agregarse que hasta en sus sueños sobre pájaros, lo que más veía eran gallos y gallinas “muertas”. Daré aquí una traducción literal de sus dichos característicos:
Me gustaría tener un gallo vivo desplumado” —dijo una vez espontáneamente. “No debe tener plumas, ni alas, ni cola, sólo la cresta, y tiene que poder caminar así”.
Una vez estaba jugando en la cocina con un ave recién sacrificada por la cocinera. De pronto fue a la habitación vecina, recogió unas pinzas de rizar de un cajón y gritó: “Ahora voy a clavar esto en los ojos ciegos del ave muerta”. La matanza de las aves de corral es para él toda una fiesta. Es capaz de danzar horas y horas, excitado, en torno del animal muerto.
Otra vez alguien señalando a un ave sacrificada le preguntó: “¿Te gustaría que volviese a despertar?. “Me gustaría un cuerno, la volvería a matar yo mismo”.
Frecuentemente jugaba con papas o zanahorias (que decía eran aves), cortándolas en pequeños trozos con un cuchillo. Difícilmente se le podía impedir que tirase al suelo un vaso que tenía aves pintadas.
Los afectos desplegados con relación a las aves, sin embargo, de ninguna manera eran simplemente el odio y la crueldad, sino claramente ambivalentes. Muy a menudo besaba y acariciaba al animal muerto o bien “alimentaba” a su ganso de madera con maíz, como había visto hacer a la cocinera; al hacerlo cloqueaba y piaba continuamente. En una oportunidad arrojó su muñeco de madera irrompible en el horno porque no lo podía romper, pero luego lo sacó de inmediato, lo limpió y lo acarició. Sin embargo, las figuras de animales de su libro de figuras tenían peor suerte, las rasgó en pedazos y luego naturalmente no pudo volver a reconstruirlas y se disgustó.
Si tales síntomas fuesen observados en un paciente insano adulto, el psicoanalista no dudaría en interpretar el excesivo amor y odio concerniente a las aves de corral como una transferencia de afectos inconscientes que, en realidad, se refieren a seres humanos, probablemente parientes cercanos, pero que fueron reprimidos y sólo pueden ser manifestados de este modo desplazado y distorsionado. Más aún interpretará el deseo de desplumar y cegar a los animales como simbolizando intenciones de castración, y considerará el síndrome total como una reacción del paciente a la idea de su propia castración. La actitud ambivalente despertará entonces en el analista la sospecha de que en la mente del paciente se balancean sentimientos mutuamente contradictorios, y sobre la base de numerosos hechos de experiencia tendrá que suponer que esta ambivalencia probablemente se refiere al padre, quien aunque honrado y respetado, al mismo tiempo es también odiado a causa de las restricciones sexuales que impone severamente. En una palabra, la interpretación analítica sería: El gallo representaba en el síndrome al padre[2].
En el caso del pequeño Arpád podemos ahorrarnos la molestia de hacer una interpretación. El trabajo de represión todavía no era capaz totalmente de ocultar el significado de sus peculiaridades; la cosa original, las tendencias reprimidas, todavía podían discernirse en su charla y más aún se hacía a veces evidente con sorprendente y abierta crudeza.
Su crueldad también se evidenciaba con frecuencia respecto de los seres humanos, y estaba dirigida notablemente a menudo contra la región genital de los adultos. “Te daré una en las heces, en tu trasero”, gustaba decirle a un muchachito algo mayor que él. Más claramente dijo una vez: “Te corto por la mitad”. La idea de cegar lo ocupaba muchas veces, una vez le preguntó a su vecino: “¿Puede uno cegar a una persona con agua o con fuego?”. (También estaba muy interesado en los genitales de las aves. En cada ave que era sacrificada tenían que aclararle el sexo, si era un gallo, una gallina o un pollo).
Una vez corrió a la cama de una muchacha adulta y dijo: “Te cortaré la cabeza, la pondré en tu panza y la comeré”. Otra vez dijo repentinamente: “Me gustaría comer guiso de madre” (por analogía con el guiso de gallina); “tienen que poner a mi mamá en la cacerola y cocinarla; entonces sería guiso de madre a la cacerola y yo la podría comer” (mientras gruñía y bailaba). “Le cortaría la cabeza y me la comería de este modo” (haciendo movimientos como si comiese algo con un cuchillo y un tenedor).
Luego de deseos canibalísticos de esta índole, inmediatamente tenía un ataque de remordimiento, en el que masoquísticamente anhelaba crueles castigos: “Quiero ser quemado”, decía; o “Romperme un pie y ponerlo en el fuego” o “Me voy a cortar la cabeza”. “Me gustaría cortarme la boca así no la tengo”.
No cabe ninguna duda que por aves, gallo, pollo, él significaba su propia familia; una vez dijo espontáneamente: “Mi papá es el gallo”. En otra ocasión: “Ahora soy pequeño, ahora soy un pollito, cuando crezca seré un pollo, cuando sea más grande aún seré un gallo, y cuando sea el más grande de todos seré cochero”. (El cochero que guiaba el carruaje le impresionaba aún más que su padre).
Luego de esta admisión independiente y no influenciada del niño, podemos comprender mejor la enorme excitación con la que nunca se cansaba de observar lo que pasaba en el gallinero. Allí podía observar convenientemente todos los secretos de su propia familia sobre los cuales no le era brindada ninguna información en su casa; los “útiles animales” le mostraban abiertamente todo lo que quería ver, especialmente el movido comercio sexual entre el gallo y la gallina, la puesta de los huevos y la salida de los pollitos del cascaron. Las condiciones de vivienda de Arpád eran tales que sin duda él había sido testigo auditivo de procedimientos similares entre los padres. Entonces, tenía que satisfacer la curiosidad de ese modo despertada, observando insaciablemente a los animales.
También le debemos a Arpád la confirmación final de mi presunción de que el terror morboso a los gallos debía ser relacionado últimamente a la amenaza de castración por su onanismo.
Una mañana le preguntó a su vecina: “Dime, ¿por qué muere la gente?”. (Respuesta: Porque envejecen y se cansan). “¡Hm! ¿Así que mi abuela también era vieja? ¡No! Ella no era vieja y sin embargo se murió. Oh, si hay un Dios ¿por qué siempre deja que me caiga y por qué la gente tiene que morir?
Entonces empezó a interesarse por ángeles y almas, se le explicó que sólo eran cuentos de hadas. Ante esta respuesta se puso rígido de miedo y dijo: “¡No! ¡Eso no es cierto! Hay ángeles. He visto uno que lleva los niños muertos al cielo”. Entonces preguntó horrorizado: “¿Por qué mueren los niños?”. “¿Cuánto puede vivir uno?”. Sólo con gran dificultad se calmó.
Resultó que ese mismo día temprano, la mucama había levantado sus sábanas repentinamente y lo había encontrado manipulando su pene, ante lo cual lo amenazó con cortárselo. La vecina trató de calmarlo y le dijo que no le harían ningún daño, que todos los niños hacían eso, ante lo cual Arpád gritó indignado: “¡No es cierto! ¡No todos los niños! Mi papá nunca hizo nada igual”.
Ahora comprendemos mejor esa rabia inextinguible hacia el gallo que había querido hacer con su miembro lo que los adultos habían amenazado hacerle, y ese temor por ese animal sexual que se atrevía a hacer todo lo que le aterrorizaba; también comprendemos los crueles castigos que se aplicaba a sí mismo (a causa del onanismo y las fantasías sadistas).
Para completar el cuadro, por así decir, más tarde comenzó a ocuparse grandemente con pensamientos religiosos. Viejos judíos barbudos lo llenaban de una mezcla de respeto y temor. Rogaba a su madre que invitase a esos mendigos a su casa. Sin embargo cuando realmente uno vino, se escondía y lo miraba a una distancia respetable; cuando uno de ellos se iba, el niño dejó que su cabeza colgase hacia abajo y dijo: “Ahora soy un ave mendiga”. Los judíos viejos le interesaban, decía, porque vienen “de Dios” (del templo).
Para concluir daré otra expresión de Arpád que demuestra que no había observado a las aves tanto tiempo en vano. Un día le dijo con toda seriedad a la vecina: “Me casaré con usted, y con su hermana, con mis tres primas y la cocinera; no, en lugar de la cocinera, prefiero a mi madre”.
Evidentemente quería ser un verdadero “gallo en el gallinero”.




[1] Publicado en el Internat. Zeitschr. f. arztl. Psychoanalyse, 1913.
[2] En gran número de análisis de sueños y neurosis la figura del padre es descubierta tras la de un animal. Ver Freud, Schriften, etc., Cap. I y el Internat. Zeitschr. f. Psychoanalyse, Jahrg. L. Heft 2. El profesor Freud me ha dicho que una de sus próximas obras en “Imago” hará uso de esta identidad para explicar el totemismo. (Éste ha aparecido desde entonces en forma de libro bajo el título de Tótem y Tabú).