CARACTER Y NEUROSIS DE DESTINO. Elena Jabif

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El masoquismo moral freudiano articulado con la problemática del carácter, permite definir un perfil de analizantes que aparece en las Neurosis de destino freudiana. Un oscuro designio se ha encarnizado con ellos, no son dueños de su vida, víctimas inocentes de un inevitable derrumbe repetitivo quedan situados bajo el signo de un trágico designio. Son sujetos sustraídos de la neurosis, que en su compulsión de destino no denuncian síntomas, sus trazos característicos reiteran por la vía del acting out o del pasaje al acto no esclarecido situaciones de goce que los torturan, ingratas decepciones, socios traidores, muertos queridos, participan de una repetición que los congela.

La palabra destino está asociada a los moiras que serían la personificación del mismo, es la suerte que le corresponde en este mundo a cada cual. Todo ser humano tiene su moira, que significa su parte de vida de felicidad, de desgracia, etc.

Luego esta abstracción se convirtió muy pronto en una divinidad tendiendo a parecerse a la "Cer", aunque sin llegar nunca a ser un demonio violento y sanguinario como ella. De forma más o menos artificiosa, las Ceres han recibido una genealogía, aparecen como "hijas de la noche" y hermanas de las Moiras o Parcas. La Moira es inflexible como el destino, encarna una ley que ni los mismos dioses pueden transgredir sin poner en peligro el orden del universo.

La Moira es aquella que impide a tal o cual dios acudir en socorro de un héroe determinado en el campo de batalla cuando ha llegado "su hora". Si las horas dan cuenta del jubiloso reencuentro de la ley natural y del orden sagrado, por cuya virtud lo igual se repite en la naturaleza con inmutable secuencia, el traslado de tal imaginería al ser hablante fracasa ante la imposibilidad de la determinación controlada de la cita pactada. Tal imposibilidad del re-encuentro, se encarna en la tercera Moira: átropos, la inexorable e ineluctable, cuya significantización siniestras llega incluso a poder desquisarse en las atrayentes divinidades opuestas en las que suele metarfosearse. Más si Atropos, como tercera corta el hijo de la vida, sus hermanos no dejaran de abarcar también el nacimiento y el matrimonio; así la condición de hilandera de Cloto constituye una circunstancia fundada en la costumbre de tejer las marcas de la familia y del clan en los pañales de un recién nacido, asignándole así, su lugar en la sociedad Moira inflexible como el destino de la cual emana una ley que ni los mismos dioses se atreven a transgredir Freud introduce el concepto de pulsión de muerte que construye a partir de los tenues o abrumadores indicios en los cuales ella da testimonio de su actividad: compulsión de repetición, tendencia a la destrucción, componentes sádicos o masoquistas de la pulsión sexual, pero también, y con igual derecho, el juego de los niños.

Máscaras objetales en las que la pulsión de muerte se manifiesta, sin que nada nos autorice a encontrar tras ellas rostro alguno. Carente de objeto en sentido estricto, la pulsión de muerte mantiene el juego de esas máscaras sobre el vacío en el cual se sostiene. Freud inicia su recorrido a partir de tres elementos: los sueños repetitivos de las neurosis traumáticas, la transferencia de los neuróticos, y el juego infantil. La pulsión de muerte se desprende así de los fenómenos repetitivos y de la función de simbolización cuyo paradigma es el juego. (Spielrein, juego puro).

Podemos decir que junto con la "pulsión de muerte", el concepto más esencial y dramático que Freud introduce en “Más allá del Principio del Placer”. Luego de 1920 el concepto devino una "novedad", esto se debió a la necesidad freudiana por tener que formular otra lógica que la del principio del placer en tanto este principio no podía dar cuenta ya de ciertos fenómenos de repetición.

La rearticulación que este concepto sufre en “Más allá del Principio del Placer “no pareciera estar desprovista de ciertas ambigüedades dado que nos encontramos con planteos freudianos contradictorios dentro del mismo concepto, ambigüedad que nace de la superposición de dos niveles, del entrecruzamiento de dos registros: aquel en dónde la repetición es tendencia restitutiva y aquel en que la repetición es pura tendencia a repetir. La repetición pareciera estar ligado a la búsqueda de algún tipo de progreso humano y al logro de un cierto cierre, curación o adaptación a la realidad, lo cual contradice la consideración de esta tendencia como pura compulsión a repetir. Sin embargo, es precisamente dentro de esta dimensión del puro automatismo que Freud nos enfrenta con la arista más perturbadora de este concepto. La tendencia repetitiva se revela más allá de la tendencia restitutiva.

Fijándose como ese "algo" que persiste luego del ejercicio de la tendencia restitutiva, un cierto "resto" que tornado a nivel individual, y como señala Lacan, se muestra como "algo" verdaderamente paradojal, enigmático e incapaz de adecuarse al marco del principio del placer en tanto desafía los mecanismos biológicos de equilibrio y homeostasis.

Freud observó cómo luego del vencimiento de las resistencias, persistía del lado de lo reprimido, del lado de lo inconsciente un resto pulsional que no ofrecía ninguna resistencia, simplemente exhibía una tendencia a repetir. Es este persistente residuo lo que emerge ahora como lo verdaderamente más esencial de la pulsión, esa irresistible "tendencia a repetir" que exhibe en alto grado una urgencia pulsional (triebhaft) característica de la pulsión que cuando actúa en oposición al principio del placer da la impresión de una fuerza demoníaca en juego, nos dice Freud.

De esta manera, la compulsión de repetición sería la pulsión primordial y fundamental, la pulsión de pulsiones, una tendencia fundamental que demanda retomar y re-encontrar aquello que ya fue. ¿Pero es posible acaso re-encontrar aquello que ya fue?

Podemos decir que lo que encontramos en el corazón mismo del concepto de repetición, tal como es introducido por Freud, es una paradoja constitutiva en el sentido ya que, la repetición no puede ser caracterizada como siendo una, como reproduciendo siempre los mismos resultados. En otras palabras, la repetición reproduce siempre el fracaso de este intento por re-encontrar, por recobrar, por hacer que Das Ding reaparezca, como indicara Freud. Este zwang, señalado por, Freud desde sus escritos más antiguos, desde el Proyecto de 1895, provoca la insistencia repetitiva por re-encontrar el objeto perdido. La madre como Das Ding es ese objeto perdido absolutamente y para siempre y será esta pérdida la que fundará en el sujeto un estado de anhelo y de espera, un deseo por "re-encontrar" (repetición) que establece la orientación del sujeto hacia el objeto, identificando a das Ding con el impulso a re-encontrar (el Wieder zur finden), como señala Freud en La Negación (1925). Sabemos demasiado bien que aún cuando esta búsqueda del objeto perdido esté destinada a un perpetuo fracaso, no desistimos de perseverar en ella, ya que como seres deseantes, nunca cesamos en nuestra búsqueda de objetos sustitutos. En efecto, es precisamente por esta razón que se puede pensar lafunción de la repetición como estructurando el mundo de los objetos.

Inexorable relación que la cuestión de la repetición guarda, por ende, con todo este mecanismo del objeto perdido y de nuestra continua búsqueda del mismo. Búsqueda que inevitablemente tiñe a este término con un sentido de imborrable nostalgia en la medida en que la repetición introduce, al mismo tiempo, el lugar de una pérdida mientras sostiene la ficción de una plenitud paradisíaca. Nostalgia que nace del hecho de que la repetición, en sentido estricto de hacer surgir lo mismo, se encuentra condenada a un perpetuo fracaso.

De esta manera, la rearticulación que este concepto sufre a partir de “Más allá del Principio del Placer”, aparte de sus manifestaciones en el campo clínico, lo eleva a un hecho de estructura, que, como tal, es insuperable. En este sentido, la repetición no puede permanecer confinada ya sólo al campo psicopatológico, sino que debe ser conceptualizada como formando parte de la estructura del sujeto humano en general.

La introducción por Freud de la pulsión de muerte, leída como dijéramos desde los fenómenos de repetición, reinstala la radicalidad del descubrimiento del inconsciente. La pulsión de muerte fractura la nueva unificación que la teoría de las pulsiones prometía, en cuanto impide que el Yo, en tanto objeto libidinal, reintroduzca cualquier armonía en el sujeto que reprima el locus del inconsciente.

Podemos decir que aquello que debe ser considerado como lo más legítimamente "pulsional" es precisamente este elemento de la pulsión que no puede alcanzar la satisfacción debido al inexorable efecto del orden simbólico que exige como precio la pérdida de la Cosa para devenir humanos.

La castración simbólica que todo sujeto debe atravesar deja como residuo este elemento de la pulsión que permanecerá por siempre insatisfecho, mostrándonos de esa manera que en el corazón de Eros, en el centro mismo del amor, anida un elemento que para siempre permanece y por lo tanto retorna, insatisfecho. Por el contrario, lo que la ley significante demanda del sujeto y le exige como su precio es la inscripción de algo que, no podrá jamas ser. ¿Pero qué es exactamente este "algo"? Siguiendo a Freud, digamos que este "algo" que no fue, que no es y que no podrá jamás ser, es la realización del incesto, el parricidio y el canibalismo. De esta manera, la pulsión de muerte representa lo que denuncia este efecto y da cuenta de la compulsión de repetición de aquello que permanece mas allá de toda posible satisfacción, de aquello que perpetuamente retorna en la medida en que el mismo orden simbólico le impidió llegar a "ser".

Sabemos que tal como Lacan lo entiende, y en este sentido considero que recupera la letra de Freud, a lo que aspira "El más allá del principio del placer" es a un goce imposible con un objeto que jamás se tuvo.Paradójicamente, preservar la idea de la "pulsión de muerte" se relaciona con la posibilidad misma de preservar la tensión de la "vida" al enfatizar la intrincada dialéctica que subyace a ambas pulsiones.

Freud mismo nos ha alertado de la importancia de aquello que se presenta como marginal y periférico en los sueños, esos detalles que a menudo nos ofrecen la solución y la llave para su interpretación. Freud alcanza su imagen más viril en Más allá del principio del placer, "...la fuerza abismal de la especulación se alimenta de la Madre. ¿De quién, si no de ella iba a nacer la idea de una compulsión de repetición, de un eterno retorno de lo igual, la muerte es necesaria para crear una nueva vida. Lo que motoriza la transformación y la construcción (creación), es la pulsión de destruir. La propuesta de Lacan de que el proceso de análisis debe actuar para recordarle al analizante su inminente muerte y que éste debe alcanzar la realización subjetiva del ser para la muerte, durante el proceso sólo afirma la lógica misma que le asigna al símbolo de la muerte, es decir, aquella de posibilitar el proceso de renovación (creación), proceso que todo análisis debería relanzar.

La muerte concebida como primordial en el nacimiento de los símbolos y la sepultura como el primer símbolo en que reconocernos la humanidad en sus vestigios, lo conducen a Lacan a afirmar que el rol y el deber del analista es presentificar la muerte para el analizante. Es nuestra eventual muerte la que sostiene nuestro deseo y nos proporciona el sentido de nuestra existencia. Esto es muy importante, porque justamente se puede incluir acá una cuarta puntualización: el concepto mismo freudiano de represión primaria. Este concepto posibilita entender la entrada en el universo simbólico.

Se articula enseguida esta problemática con lo que Freud trabaja, en Mas allá del principio del placer, comoFort-Da, y van a ver que lo importante del juego del Fort-Da es el trabajo que Freud hace referido al acceso de lo simbólico, pero en todas la escenas que se describen (porque la única no es la del juego del carretel, hay por lo menos seis escenas en ese texto), en la parte donde describe el juego del Fort-da y en todas las escenas se trata de que hay algo que se pone por fuera de la simbolización, hay algo que de derecho queda por fuera de la representación.

El concepto de repetición freudiana no es la reproducción de un acontecimiento pasado, sino justamente algo que alude a esta insistencia significante que delimita un más allá como real.

Ahí está la doble vertiente que Lacan va a trabajar en distintas épocas poniendo el acento en una y luego poniendo el acento en otra, que es la repetición en el campo del significante y la articulación de esto con el problema del objeto. Lo importante es pensar que el concepto freudiano de repetición no se puede superponer a una reproducción y mucho menos a la actualización idéntica de algo pasado. La repetición no es la puesta en el presente de lo pasado, sino justamente la repetición es lo que transforma las categorías del tiempo cronológico.

El reencuentro del objeto nunca es el encuentro del objeto perdido, sino que es la actualización de la pérdida. Dicho de otra forma, la repetición viene a poner en juego el precio que se paga por el ingreso a lo simbólico, es decir, la pérdida del objeto. Este es un campo que está más allá del significante y esto es lo que la repetición actualiza en cada golpe de la repetición.

Lo que se repite en la repetición es la imposibílidad de la repetición. No se piensa ahí el encuentro con el objeto sino que lo que hay es siempre el desencuentro con el objeto, o sea, la reinstalación de lo que Freud delimitaba como la corriente del amor y la corriente del deseo.

La repetición instala la diferencia, los chicos demandan que les cuenten el mismo cuento siempre con los mismos términos, porque en cada lectura el niño escucha siempre, algo distinto, o sea que la repetición firma a la diversidad. Ahí Lacan introduce, tornando las categorías del libro cuarto de la Física de Aristóteles, la diferencia entre la Tyché y el Automaton. En la Física, Aristóteles habla del encuentro, un encuentro casual entre series independientes. Lacan utiliza esta problemática que trabaja Aristóteles para decir que el ser humano queda en realidad atrapado en el desencuentro, en el mal encuentro. Lo que la repetición reproduce no es la identidad de un momento anterior, sino que en cada golpe lo que produce es la diferencia debida al mal encuentro con el objeto, en la medida en que el objeto es el objeto perdido, el objeto de la pulsión, en Lacan, el objeto a, o sea esto que se delimita como objeto caído de lo real, es decir, lo que no puede entrar en el campo del significante.

En el sueño freudiano “Padre no ves…”, Lacan lee lo más íntimo de la relación del padre con el hijo, que viene a sugerir no tanto en esa muerte sino en lo que ella es más allá, en su sentido de, destino.

Entre lo que sucede como por casualidad, por azar, cuando todo el mundo duerme -el cirio que cae y el fuego en la mortaja, el acontecimiento sin sentido, el accidente, la mala suerte- y lo que hay de punzante, aunque velado, en el Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?, existe la misma relación con la que nos encontramos en una repetición. Eso es lo que, para nosotros, se figura en la denominación de neurosis de destino, o de neurosis de fracaso.

Si la escena primitiva es traumática, como la que aparece en la escena tan ferozmente acosada en la experiencia del Hombre de los lobos la detención imaginaria se fija en la contemplación, ante la extrañeza de la desaparición y de la reaparición del pene, el narcisismo un orden satisfactorio para el sujeto, es donde el sujeto halla apoyo para una ignorancia fundamental, la ignorancia de lo imposible, es la plenitud encontrada por el sujeto bajo el modo de la contemplación lo que nos hace conciencia y nos instituye al mismo tiempo como speculum mundi. El espectáculo del mundo, en este sentido, nos aparece como ommivoyeur. Tal la fantasía que encontramos en la perspectiva platónica, la de un ser absoluto al que se le transfiere la calidad de omnividente.

En otra vertiente de la repetición más allá del principio del placer, el masoquisimo freudiano se instala en una aritmética superyoica que descansa sobre una identificación narcisista al objeto, una posición de riesgo subjetivante el día que el Otro de su destino les falta. La escritura del sacrificio masoquista designa cierta forma de repetición implacable, una imagen extraña que golpea en el corazón del ser, donde la repetición corta con la dialéctica significante. La tentación de una repetición al infinito solo puede realizarse en la muerte y resume por si sola el rostro específico de ese Otro vivido como deseo de muerte

En ciertas neurosis de destino nos encontrarnos con el estado del yo mas bien activo, que transforma el desamparo en una lucha a muerte por sobrevivir, la estrategia dibuja una armadura de carácter que resguarda fallidamente su subjetividad. El destino asume el diseño de una figura omnipotente y peligrosa que hace observar al yo una posición de servidumbre pasiva y masoquista, a través de la renuncia de toda voluntad propia. Este goce máximo solo se traduce en un juicio silencioso donde el sujeto se reduce al sufrimiento de la muerte, al dolor de la agonía, la locura, la disolución o el anonadamiento del ser, la repetición que no puede ser significatizada se propone como una orden terminante, medusante, que el sujeto no puede contestar, maldición silenciosa que sustenta la degradación del objeto.

Esta identificación a ser el objeto portador de las oscuridades del Otro, ante una castración vivida como inaceptable, conduce al sujeto a no ignorar sus apetencias de completud incestuosas. Al naufragar la instancia freudiana, observadora, critica, y prohibitiva, pacificante que sucede cuando el discurso de un padre ama al niño cuando este renuncia a la satisfacción instintual, deja al sujeto consagrando su vida a encarnar el ser de tal miseria, abismo sin borde y sin fondo, evoca la presencia superyoica incapaz de reconocer la verdad del sujeto. Dice Didier Weill: "nadie puede impunemente dominar lo indominable, sin exponerse inmediatamente a una venganza, la mirada superyoica es la expresión de tal venganza por la que el moi, como el avestruz que cree no ser vista, - porque ella no ve -, cae bajo el golpe de una mirada que le significa silenciosamente esto "no sabes que ocultándote de mi, me harás volver bajo la fórma de una mirada, que no dejara de atormentarte, preguntándote, donde estas cuando te crees ocultas y te das cuenta que te veo ", juicio sin apelación de la mirada superyoica.

El corazón de la Cosa humana, no puede ser tocado bajo el riesgo de morir por ello. tocar la cosa para gozar de ella es el acto superyoico por excelencia por el cual el ser sadiano, supremo en maldad, logra demostrar que la Cosa no es intocable, la fuerza del superyo se apoya sobre el hecho de que el masoquismo primario esta sustraído al interdicto simbólico, el sujeto queda en posición de consentir la maldición.

Didier Weill se pregunta: "¡Porque el superyo, es el único concepto de la teoría analítica al que ni Freud ni Lacan han podido consagrar una explicación teórica definitiva!".

En su opinión no han entendido la articulación subterránea entre la naturaleza del juicio silencioso que porta la mirada y el hecho de que un juicio requiera de la dimensión de la voz grave e intensa. Por lo tanto la paradoja del superyó es la de encarnar que el ojo oye y que el ojo habla.

Lacan en los “Cuatro conceptos” nos da ejemplos que diferencian la posición de dos sujetos en relación a lo real, Thoang tseu sueña una mariposa. se ve en su realidad de mirada. ¿Que son tantas figuras, tantos dibujos, tantos colores? es la primitividad de la esencia de la mirada. Es una mariposa que no es muy diferente de la que aterroriza al hombre de los lobos. Cuando Thoang-tseu se despierta, el puede preguntarse si no es la mariposa quien sueña, que él es Thoang-tseu, eso es lo que prueba que no está loco, no se toma por absolutamente idéntico a Thoang-tseu, cuando era la mariposa, se captaba en cierta raíz de su identidad y de su esencia, esa mariposa que se pinta con sus propios colores en su última raíz, es Tchoang-tseu. Esto quiere decir que es cautivado por la mariposa -es mariposa capturada, pero captura de nada, pues, en el sueño, no es mariposa para nadie, Sólo citando está despierto es Tchoang-tseu para los otros, y está preso en está red para cazar mariposas. Si el sujeto no es Tchoang-tseu, sino el hombre de los lobos, la mariposa le inspira terror fóbico, el horror se produce al reconocerla cerca de la castración primordial del Otro materno, de la tachadura primitiva que marca su ser alcanzado por vez primera por la reja del deseo. La tierra yerma es un texto clínico que recorta la oblatibidad como un matiz del duelo materno, un duelo macizos, salvaje, en su semejanza al diluvio universal, en el relato helénico los dioses permiten que solo una pareja humana, sobreviva a la fuerza destructora de las aguas precipitadas por la ira divina.

Deucalión y Pirra tales fueron sus nombres, darán comienzo a una nueva raza dotada de mejores cualidades que la que sucumbió. Reciben instrucciones de avanzar por la tierra, recogiendo a su paso, las piedras del camino, y arrojándolas hacia atrás por sobre su hombro.

Las piedras de Deucalión, se erigirán como hombres, las de Pirra, como mujeres. En el mundo de los muertos la gracia de rescatar a un muerto aislado no se concedía a cualquiera, se trataba siempre de héroes o semidioses. La condición del pasaje más penosa, era la de no mirar nunca hacía atrás en el sendero de regreso a la tierra habitada. En esta visión del mundo antiguo, al hombre le esta vedado ver que hacen los dioses a sus espaldas, libremente. Hemos recorrido un larguísimo camino desde las antiguas culturas funerarias hasta nuestros días. En los tiempos de Abraham, los muertos se depositaban en posición erecta, en cuevas naturales proporcionadas por formaciones rocosas.

Luego fueron sucesivamente incinerados, enterrados, momificados, entregados a las agitas en barcas que los depositaban en islas mágicas. Muchas de estas culturas se han conservado y conviven en nuestro inundo con ciertos grados sofisticados como la congelación y la donación de órganos. Pero no somos nosotros, los postmodernos, quienes podernos jactamos de haber concebido el vaciamiento del cuerpo muerto, los antiguos egipcios retiraban cuidadosamente los órganos vitales del cadáver y los prensaban en vasijas alrededor de la cámara mortuoria. Finalmente sabernos que sus técnicas de momificación exigían este paso. Acaso un nuevo cuerpo, el de receptor de órganos de nuestros días, hace las veces de vasija, apuntalando alguna oscura esperanza como en el caso de nuestra analizante de una resurrección, parcial, fragmentada, glorificada. Irene, en su duelo sin nombre, intuyen como en el mito azteca que a mayor profusión de lagrimas, los niños arrancados de los brazos de sus madres, se convierten en objeto privilegiados, para ser sacrificados en el festival del dios.

¿Es el rasgo de carácter una tendencia restitutiva que tiene como meta dominar aquello que amenazó un cierto equilibrio, que tiende a rehacer aquello que fracasó para convertirlo en éxito, que tiende a protegernos del peligro y del trauma, que nos permite asumir un rol activo ahí donde fuimos condenados a sufrirlo pasivamente, que nos permite resolver los duelos que no hemos resuelto? Los invito a transitar esta pregunta, por la clínica de duelo.

La Tierra Yerma

En su bello rostro se recortan ojos color pastel que no pueden llorar. Demasiada paz para una mujer la cual se nombra madre de dos hijos, uno vivo, el otro muerto. Colecciones de muertos acompañan un marcado rictus que despunta un dolor escondido en cada pliegue de la memoria. La escena publica la cree dichosa, plena de euforía, insight, y una acentuada levedad construida al servicio de conjurar el abandono de los dioses.

No puede llorar; su alma se ha secado al infringirle el destino la pérdida de varios hijos que le otorgan, una sabiduría sobre la peste que algunas mujeres conocen y que, en palabras de Irene "Las termina partiendo en dos".

El segundo encuentro viene acompañado de un paquetito "para las dos". Fotos de un magnífico pequeño inauguran imágenes que culminan en un brillante muchacho, "demasiado bueno, demasiado bello, demasiado juguetón", transitando la carrera de Medicina tras los pasos del padre.

Irene se había jactado, en su vida, de un extravagante don: presentir el riesgo y poder evitarlo. Distintas situaciones de riesgo sufridas por Diego habían encontrado su limite en su férrea atención.

El único episodio que la sorprende, finalmente desprevenida, culmina según su lectura, con la muerte de su hijo en la puerta de su hogar.

En esa entrevista, una foto cae de su mano, inquieta, me dice que este "salto" de la foto de su hijo se produjo días antes de decidir llamarme, cuando estaba "acompañándolo" al borde de su tumba.

Ahí produce un lapsus: " Sentí que mi esposo muerto me daba una pista de que estaba allí”.

Cuando le pregunto por su lapsus, sitúa, por primera vez, uno de los frentes que más la atormentaban-su preciado marido, cargaba con varios duelos de hermanos y entrañables amigos, literalmente, ante este corolario, se había enterrado con Diego.

Recluido en la oscuridad del lecho matrimonial, se niega sistemáticamente a nombrar al hijo perdido, a llorar por el hijo perdido, resignando todo consuelo simbólico que pudiera alivianar su pena.

Cuando sobreviene la muerte cerebral, Irene dona los órganos. Como una Eva primigenia, que hace de la maternidad un don que alimenta muchedumbres, enfrenta con su decisión engorrosos trámites burocráticos "de máxima crueldad", finalmente se las ingenia para saber qué tiempo, qué nombre, qué destino, aloja cada resto de su hijo.

Corre las más increíbles peripecias para no perder el rastro de ni siquiera un pedacito de su piel.

Constituida en una infatigable militante del axioma "donar es vida", transita por la escena, pública, batallando contra un narcisismo colectivo al que denuncia en cada acto.

Sin embargo su generoso desprendimiento, en la intimidad del consultorio, lo describe en su sabor amargo. Contactados los receptores, solo a veces recibía un incómodo "gracias".

La muñeca para una pequeña que alojaba un riñón de Diego termina sin dueño, con el sentimiento de esta madre que descubre, azorada, que donar tanta semilla fue a cambio de nada.

Paso a paso, la eutonia languidece ante las puertas de una profunda confianza transferencial. Aún sin lagrimas, pero con un marcado rictus de dolor, relata, uno a uno, los diversos avatares genéticos, inentendibles, entendibles y como se los quiera nombrar, de las causas que la conducen a un estado civil que para una madre que perdió hijos no tiene nombre.

A cada entrevista la antecede un pasaje por el cementerio, sola reza, también lo acompaña. Publica recordatorios en su nombre, regala su ropa y, sostenida por la transferencia, vacía el cuarto del hijo amado.

Insiste en que son actos para la vida, aunque preserva intacto el casco que el joven rehusó ponerse el día de su muerte.

"Eso" no se regala; "eso" no se pierde; tampoco con ese objeto se gana. Sólo está al servicio de testimoniar un odio y una culpa visceral. La omnipotencia de Diego, hacía red con la del padre, cuya decisión avala el capricho de la moto, a la que Irene se oponía.

Ella resignó su sentimiento en pos de satisfacer y ayudar a no caer a un marido teñido de melancolía.

Irene prepara dulces que alegran el corazón de los amigos. Todos comen de su generosidad, menos su marido, quien persistentemente le cierre la boca.

En dos años de duelo había dejado de soñar. Invitada a recuperar sus sueños, una cama matrimonial, de fiesta con amigos, la conduce a pensar un deseo festivo de su femineidad que se enterró, junto a su marido.

Pródiga de dulces, caminando por el mundo de sus muertos, trae un sueño de un gran diluvio que brota desde el techo de su casa. Grandes pérdidas de agua la llevan a deducir que, para la pérdida, su vida aún no ha encontrado techo.

El accidente de Diego recrea una fecha anterior, la de la muerte del padre de la paciente, dos años antes, " fue un designio", murmura, "para los dos".

Asocia que la herencia paterna le dejó un legado: "Caminar siempre adelante". Caminar, y caminar, y caminar, "cerrando los ojos para que no broten lagrimas".

El cuerpo de Irene estalla con el de su hijo.

Una operación de hemorroides en simultánea al primer tiempo de duelo la deja tan desgarrada, que un meticuloso cirujano, cierra su corte con tanto esmero, que no deja resquicio alguno, para advertir que allí hay un agujero.

Nada sale de lo que entra. El dedo preciso de su marido, a fuerza de imprimirle al borde su juego, logra abrir un sitio que ella experimenta como clausurado.

El hijo que queda, los desprecia. Demasiado amor para uno solo. En complicidad con su flamante esposa, (que se dedica a ignorar la soledad de sus suegros), desestima al igual que el padre, cualquier rito que evoque a su hermano o cualquier fiesta que pueda olvidarlo.

Un sueño la recupera en estado de plenitud. Un perrrito, cachorro tierno, (como la sonrisa que retorna desde la foto de mi hija, que está sobre mi escritorio), con aire juguetón, deja sus restos excrementicios sobre el diván del consultorio.

Un perrito juguetón hasta el punto de lo insoportable, que la lleva, con profunda inquietud, a perseguir por veinte años a un hijo siempre en peligro.

Esboza un ¿por qué? El cual no tiene respuesta.

Restos sobre el diván que signan el alivio de un cuerpo que, no retiene sus desperdicios.

Una sesión la encuentra transmitiendo las múltiples historias producidas por las madres del grupo Renacer.

Todas pactan sobre la convicción, de que inefables señales sugieren la presencia del alma de sus hijos.Ella las comprende y les enseña, desde su infinito duelo, su saber caminar hacia delante con el dolor. Sin embargo, las entrevistas la detienen por breves tiempos.

Un sueño la muestra flotando en el aire mientras se dice que está sostenida por hilos transparentes, que le permiten hacer piruetas sobre un vacío estremecedor.

Clarita como el agua, me dice que se siente en el aire. Tantas piruetas "para ir hacia delante", portan su riesgo.

Un solo hilo que se corte por lo más fino, podría hacerla caer dentro de un oscuro abismo.

La sesión había tenido una particular antesala.

Unos minutos antes de su hora, fresca y anticipada, me encuentra regando plantitas.

Preocupada por una tierra seca, sufrida en tiempos sin agua, me dice que ella tiene un largo aprendizaje de cómo hacer crecer vida de una tierra muerta, aclarándome que mi acto de riego es imprescindible para nutrir tanta grieta.

Le digo, que acepto su propuesta de enseñanza, y que a partir de este tiempo del análisis el diván acompaña sus lágrimas.

Transcurridos dos meses, un hecho del destino de su analista interrumpe su análisis. En el reencuentro mi intuición advertía que de manera inevitable, Irene sabía de mi travesía. Solo me dice "un regalito dulce para su dolor",en esa sesión atravesada por pesadillas de remolinos de aguas turbias, me relata que la novia de su hijo, se casó, y el juicio del accidente concluyo, motivo por el cual cobra un dinero se dice, “no hay precio para la vida", al concluir me olvido de cobrarle la sesión. Llama con insistencia, me pide acercarme el dinero, me relata que su pago viene con un sueño.

“Estoy preparando cositas ricas, un chico muy tranquilo me sonríe, me sorprende la paz de su rostro, le ofrezco las manos llenas de dulces, los toma, entiendo que se va"- murmura- "con la paz de su rostro, y mis manos vacías entiendo que se va", en mutuo acuerdo, sus palabras abrochan una próxima vez.

Elena Jabif