EL LUGAR DE LOS PADRES EN EL TRANSCURSO DE LA CURA. Elsa Coriat

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Para cuando terminé de cursar en la facultad y me recibí -en relación al psicoanálisis de niños y el lugar de los padres en él- tenía como referentes dos posiciones teórico-clínicas, contradictorias entre sí. Ninguna de las dos terminaba de conformarme e, internamente, polemizaba con ambas.

Concluía la década del 70, han pasado casi 20 años, y si menciono estos tiempos es porque los referentes que yo había recibido no eran ajenos a lo que por ese entonces circulaba en Buenos Aires.

¿Cuáles eran esos dos referentes?

Por un lado, la posición de Arminda Aberastury, discípula de Melanie Klein pero con sus propios aditamentos técnicos, en particular en lo que se refiere al tema de entrevistas de padres. Lo que ella proponía era reducirlas a su absoluto mínimo, suprimirlas casi totalmente(1) ; así dice en su libro, Teoría y técnica del psicoanálisis de niños, el cual era como la Biblia al respecto para la cátedra de Clínica de Niños de ese entonces.

Por otro lado, otro libro: La primera entrevista con el psicoanalista, de Maud Mannoni, publicado por primera vez no hacía mucho, y que ya había comenzado a producir sus efectos.

Algunos de los efectos provocados no necesariamente coincidían con la posición que la autora sostenía pero, a partir del descubrimiento de que el niño era el objeto del fantasma de los padres, hubo más de uno que pasó a considerar inútil poner a un niño en tratamiento. Para quienes así pensaban -y hubo muchos en el lacanismo- el camino de un analista pasaba por trabajar sobre el discurso de los padres -propuesta que, en definitiva, tuvo más extensión en los comentarios de pasillo que en la práctica clínica.

De todo esto resultaba que, o se tomaba en tratamiento a un niño sin darle participación a los padres, o la cura del niño se limitaba a sesiones con los padres.

Estoy contando casi irónicamente entre qué extremos me debatía en el momento de iniciar mi práctica clínica, pero debo confesar que la cosa continúa, que el debate interno con ambas posiciones sigue inspirando mi producción teórica y que, de ambas, he extraído valiosos elementos que enriquecen mi propia posición.

Uno de los méritos de Maud Mannoni -uno entre varios otros- ha sido mostrar cómo se plasman y se encuentran, en la clínica de niños, las articulaciones teóricas de Lacan; ha graficado y demostrado en casos clínicos de qué manera los síntomas que se presentan en el niño son articulables con el discurso de los padres. Y aunque no haya sido ella la que menosprecie las implicancias del trabajo con niños, sus articulaciones han sido tan convincentes que a partir de allí me parece que se hizo necesario fundamentar a nuevo por qué, en tantos casos, no alcanza con limitarse a intervenciones sobre la posición de los padres y por qué se hace necesario trabajar directamente con el niño.

Pero Mannoni es conocida y valorada entre nosotros, ¿qué con respecto a Aberastury?

Aunque el marco teórico sea radicalmente otro que aquel que ordena mi práctica, tanto en relación a Arminda Aberastury como a Melanie Klein, admiro su capacidad para operar transformaciones en el niño y obtener resultados clínicos, independientemente de la colaboración de los padres. Más de una vez me he apoyado en su experiencia para aceptar comenzar a trabajar en sesiones con un niño, en casos en que los padres, si bien estaban dispuestos a traer a su hijo y pagar, no se reconocían ellos mismos -al menos en el inicio- implicados en la gestación de lo que al niño le ocurría.

El lugar que se le asigne a los padres en el tratamiento de un niño necesariamente derivará de cómo conciba el analista el lugar de cada uno en la estructura.

Para lo que al psicoanálisis le interesa, no concibo a un niño sin padres. Es claro que no siempre ese lugar se encuentra ocupado por los padres biológicos o legales, pero, si se trata de un niño, los adultos que lo rodean dejan marca en su historia -es decir que, si no son sus padres, son sus sustitutos.

En un sentido radical, los niños no se hacen solos: son tallados por el Otro, y este Otro que se presenta encarnado en un otro.

Por lo general, los niños que llegan a tratamiento analítico lo hacen de la mano de sus padres; pero también se podría decir que, estrictamente, el niño llega con sus padres a cuestas: los trae inscriptos en su cuerpo, en las marcas que ellos le pusieron. Desde esas marcas, jugará, hasta donde pueda, con los significantes privilegiados que lo sujetan. Corre por cuenta del analista posibilitar que el juego se despliegue produciendo creación, allí donde antes sólo hubo inhibición o síntoma.

Los padres que el niño trae en su cuerpo son padres que pertenecen al pasado, son restos y fragmentos de escenas que ya fueron, a metabolizarse en sesión, aprés coup, y ver qué se hace con ello.

A la inversa, los padres que traen al niño son los padres del presente; transportan consigo, en ellos mismos, una parte del niño: su presente y su futuro -no todo, pero sí las marcas que todavía no le han sido puestas.

Si un niño llega a tratamiento es porque -más allá o más acá de la falta que constituye la estructura- algo ha fallado en el proceso de inscripción del que los padres han sido los autores, obstaculizando o limitando las operaciones que dan pie a la constitución del sujeto y sus producciones.

Mientras dure el tiempo de la infancia, el niño, sobre las marcas que ya han sido puestas, seguirá siendo marcado por el lugar que le es ofrecido por el Otro.

Algo de ese lugar deberá modificarse para que se disuelva el síntoma presente en el niño o (según el caso) para que el niño deje de ser expresión del síntoma de los padres. Y algo de este lugar -a veces más, a veces menos- es lo que es posible modificar en el trabajo de entrevistas de padres.

Este trabajo, a veces, posibilita ahorrarle el tratamiento al niño, lo cual ocurre más frecuentemente cuando se trata de niños muy pequeños; pero en todos los casos, independientemente de la edad, si no se consigue modificar ese lugar en los padres, conviene indicar tratamiento para el niño: la sesión será entonces el lugar donde el niño tendrá la posibilidad de encontrarse con un Otro que lo convoca de manera distinta escuchando su demanda, reclamando su deseo, suponiéndolo sujeto.

Pero lo que ocurre frecuentemente es que, aun cuando las entrevistas iniciales consigan posicionar de otra manera a los padres, esto no alcanza para aclarar lo que ya está escrito borrosamente en el niño; esta es tarea del analista, es decir, el reordena-miento de la concatenación de marcas y/o el desanudamiento de las galletas significantes que operan en el niño, ya instaladas en su propia subjetividad. Corresponde, entonces, indicar la iniciación de tratamiento.

Una vez iniciado, no se trata sólo de mantener regularmente las sesiones semanales con el niño, se trata también de seguir sosteniendo con los padres los puntos trabajados en las entrevistas iniciales, o lo nuevo que se vaya abriendo en las nuevas situaciones planteadas.

En relación a la frecuencia de estas entrevistas, lo más operativo es no atenerse a ninguna receta. Cada niño, cada pareja de padres, cada madre y cada padre, cada problemática, cada uno de los elementos en juego, contribuyen a armar una situación absolutamente diferente a las demás, diferente también en los distintos momentos de un mismo tratamiento. Con determinados padres, puede ser necesario concertar una serie de entrevistas semanales o quincenales durante varios meses, mientras que, con otros nos puede alcanzar (y alcanzarles) con una o dos veces en el año. En el medio, están todas las alternativas de frecuencia posibles que imaginarse puedan, pero siempre, en el tratamiento de niños, considero a las entrevistas de padres como un sine qua non. No son un agregado, no son un plus, no son un trabajo extra: son parte intrínseca del dispositivo.

¿Por qué Arminda Aberastury proponía suprimirlas casi totalmente? ¿Acaso desconocía los efectos propiciatorios que sobre el niño pueden llegar a tener las palabras intercambiadas con los padres?

En absoluto. Arminda Aberastury había pasado por esa experiencia con resultados clínicos ampliamente positivos. Pocos analistas de nuestro país han dejado tantos testimonios de la clínica como ella, pudiendo ubicar con precisión de qué manera las intervenciones dirigidas a la madre, habían conseguido remitir un síntoma en el niño. Desde esa experiencia, era ferviente propulsora de un dispositivo ideado por ella: el grupo de orientación de madres. Incluso consideraba conveniente que la madre del niño que ella misma tenía en tratamiento participara de alguno de estos grupos de orientación (a cargo de otro profesional).

En nuestro país, centenares de analistas son deudores del modelo técnico propuesto por Aberastury, sin embargo, mientras que ha prendido largamente esto de que el analista del niño suprima a su más mínima extensión las entrevistas con los padres, los grupos de madres sólo han tenido un cierto lugar en las instituciones públicas, y más que sostenerse en la conceptualización de los beneficios singulares que los mismos podrían aportar, lo que lleva a crearlos es la abundancia excesiva de pacientes en relación a las horas de trabajo disponibles.

Pero Aberastury no sólo había trabajado con las madres en grupo -comentario aparte, sus "entrevistas de padres" están ocupadas casi siempre por "madres"-, también había trabajado en numerosas entrevistas individuales, ¿qué la lleva a suprimir esta poderosa herramienta, justo con los niños que toma en análisis?

Ella dice así: Un tratamiento psicoanalítico capacita a un niño, aun muy pequeño, para modificar su ambiente. Aunque a veces el niño no sabe expresarse con palabras o hacerse comprender en sus anhelos, los cambios en su conducta suelen ser una advertencia que termina por ser comprendida.

Esta me impulsó a suprimir casi totalmente las entrevistas con los padres, excepto cuando manifiestan tal necesidad de la entrevista que el negarla llegaría a ser perturba-dor (2).

Estoy totalmente de acuerdo en que, si hay cambios en el niño, propiciados desde el tratamiento, esto trae aparejado cambios en el lugar que sus padres le ofrecen. Lo he comprobado ampliamente en los casos en que los padres se resistían a trabajar sus cuestiones en entrevistas con ellos. Como decía más arriba, agradezco tanto a Arminda Aberastury como a Melanie Klein por haberme ofrecido la suficiente confianza en el trabajo con el niño como para tomarlo en tratamiento, aun en aquellos casos en los que hubiera preferido priorizar el análisis de los padres... sólo que los padres no pensaban lo mismo. Más de una vez me he encontrado con padres que recién se abren al trabajo analítico cuando se ha conseguido primero modificar algo en el niño. Pero, ¿y entonces?

En todo caso, lo que esos resultados clínicos confirmaban, es que no es absolutamente imprescindible mantener entrevistas con los padres para que un niño avance, pero esto no da la razón del por qué de la supresión de las entrevistas. Por otro lado, es cierto que un niño puede modificar a sus padres, pero es una carga que no corresponde a sus pequeños hombros y no son muchas las veces que puede hacerlo. Así como a veces las modificaciones en el niño consiguen implicar en posteriores entrevistas a padres reacios, otras veces he tenido fracasos.

¿Por qué el analista se habría de privar de intentar intervenir sobre los padres, si se hace cargo del análisis del niño?

Arminda Aberastury recorta y presenta el problema lúcidamente, aunque no estemos de acuerdo con la solución que le da.

Ella dice: Uno de los obstáculos fundamentales (para el analista de niños) consistía en la necesidad de manejar una transferencia doble y a veces triple. [...] durante muchos años seguí la norma clásica de tener entrevistas con los padres y en cierta medida estas entrevistas me servían para tener una idea de la evolución del tratamiento, y para aconsejar a éstos. La experiencia me fue haciendo ver que ésta no era una buena solución a la neurosis familiar, ya que los motivos de la conducta equivocada eran inconscientes y no podían modificarse por normas conscientes. Comprendí, por ejemplo, que cuando el padre o la madre reincidían en el colecho o en el castigo corporal, yo me transformaba en una figura muy perseguidora y la culpa que sentían la canalizaban en agresión, dificultando así el tratamiento. [...] El conflicto se agravaba al no ser interpretable, ya que ellos no estaban en tratamiento y los llevaba a la interrupción del análisis.

[...]

La práctica me fue enseñando que el consejo actuaba por la presencia del terapeuta y que, separados de éste, el padre o la madre seguían actuando con el hijo de acuerdo con sus conflictos, pero con el agravante de que si actuaban como antes sabían que esto estaba mal y que era causa de enfermedad para su hijo. El terapeuta se transformaba así en un superyó y la culpa se convertía generalmente en agresión.

Cuando pretendía modificar las situaciones exteriores mi error era actuar como si los padres no tuviesen conflictos y apoyarme en la transferencia positiva que establecían conmigo. Pero no tenía en cuenta un factor incons-ciente fundamental: la creciente rivalidad en la que entraban con el niño. Dejaban de ser padres para transformarse en hijos rivales en busca de ayuda, siendo uno el privilegiado, el que estaba en tratamiento, contra otro perjudicado, que no sólo no tenía tratamiento, sino que debía pagar por el otro.

A esta rivalidad se sumaba la que sentían conmigo como madre que roba el afecto del hijo y enmienda lo que ellos habrían hecho mal. [...]. Como todo este juego de transferencias no podía ser interpretado, no era elaborado por ellos, se mantenía reprimido y los llevaba a fluctuar entre una obediencia absoluta y una rebelión sistemática.

Esta complicada y sutil red hacía cada vez más difícil el manejo de las entrevistas en las que se manifestaba generalmente la fachada de idealización o de amor, y no el resentimiento y la frustración, lo que los conducía con frecuencia a destruir el tratamiento del hijo que otra parte de su personalidad defendía y sostenía. (3)

Me parece que queda claro, Arminda Aberastury lo presenta como corresponde: el obstáculo es la transferencia. ¿Qué solución le encuentra? Dice así: [...] si los padres quedan fuera de acción terapéutica -fuera del consultorio- su vínculo transferen-cial con el analista se hace más manejable al estar menos expuesto a las frustraciones inherentes a un contacto que, siendo en apariencia profundo, resulta sólo superficial y de apoyo porque la transferencia no es interpretada. (4)

Ahora bien, ¿acaso desde que Freud escribió La dinámica de la transferencia no queda claro también que la transferencia es un obstáculo de naturaleza tal que, al mismo tiempo que es obstáculo es condición para que haya análisis? Entonces, si se trata de transferencia, a nuestro juego nos llamaron... Es cierto -como dice Aberastury- que los padres no están en análisis, y que entonces no tendremos la posibilidad de trabajar sobre la transferen-cia con los mismos recursos; ¡pero lo que es seguro es que menos todavía podremos "manejarla" dejándola afuera del consultorio!.

Si la resistencia es la resistencia del analista, ¿no convendría revisar el lugar desde donde intervenimos, buscando provocar otros efectos en los padres que aquellos que honestamente nos cuenta Aberastury como fracasos, y que cualquier analista de niños puede reconocer siempre presentes, en el centro o en el borde?

Ella revisa sus intervenciones y nos dice: "Yo daba consejos", llegué a la convicción de que no convenía dar consejos a los padres.(5) De acuerdo, no demos consejos, pero ¿no habrá otra manera de trabajar con los padres, sin considerarlos estrictamente como pacientes en análisis, pero tampoco utilizando las entrevistas para dar consejos?

Para el niño no resulta indiferente que su lugar sea nada menos que dormir en la cama de los padres. En esas cuestiones no se puede dejar de intervenir, pero ¿cómo? Hasta ahora, no me he encontrado con una sola madre que, al decirme que su hijo duerme o va frecuentemente a la cama matrimonial, no me diga al mismo tiempo: "Yo sé que está mal, pero no lo puedo evitar"..., de lo cual concluyo que no hace falta que le de ningún consejo: ya la voz de su conciencia se lo murmura o se lo grita todos los días. Lo que hago es introducir el interrogante acerca de qué es lo que la retiene a ella en esa situación, imposibilitándola de hacer lo que le parece conveniente.

Cuando, en general, el niño es retenido por sus padres en cualquiera de las múltiples formas que puede adoptar una situación incestuosa, no acuso a los padres de retenerlo, más bien me dirijo a ellos como quienes sufren una situación que siempre, por algún lado, les resulta displacentera. Esto me facilita correrme del lugar de superyó perseguidor, lugar en el cual, por la estructura misma de la situación, el analista tiende a ser ubicado.

Podría seguir y seguir en este diálogo con Aberastury, comentando qué pienso y qué propongo ante cada uno de los párrafos donde ella nos presenta las encrucijadas con las que se encuentra en lo real de la clínica y las soluciones que propone; pero el tiempo es el tiempo.

Para preparar este trabajo, tuve que volver a comprar el libro de Teoría y técnica del psicoanálisis de niños, perdido no sé dónde, entre las brumas del tiempo. Volver a releerlo, después de 20 años, con mi práctica clínica en el medio, fue apasionante. Lo recomiendo. A veces nos olvidamos del lugar de los padres del psicoanálisis de niños. El lacanismo, en tanto movimiento de masas, tiende a despreciar y forcluir lo que no pertenece a sus fronteras, con lo cual nos perdemos de adquirir la riqueza de la herencia de numerosos autores que caminaron por las mismas calles que nosotros.

Y para resumir en una última frase mi trabajo, digo lo siguiente:

El lugar que ofrecemos a los padres en el transcurso de la cura, básicamente está destinado a trabajar el lugar que ellos le ofrecen y le otorgan a su hijo.

Elsa Coriat. Coloquio de Verano "Variantes de la cura tipo", Escuela Freudiana de Buenos Aires. 1998.

BIBLIOGRAFIA

1) Arminda Aberastury : Teoría y técnica del psicoanálisis de niños, Ed. Paidós, Buenos Aires, Argentina, 11ava. reimpresión, 1996, pág. 138.

2) Ibíd.

3) Ibíd, págs. 136/137

4) Ibíd, pág. 138.

5) Ibíd, pág. 135.