EL NIÑO Y LA LEY. Elsa Coriat

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Hace ya varios meses que Rolando Karothy me invitó a participar en esta mesa redonda acerca del niño y la ley, sin embargo, una serie de acontecimientos me fueron complicando la redacción del texto, pretendiendo introducirse en sus renglones. Algunos de los acontecimientos son actuales, otros pertenecen al pasado. Son curiosos los caminos a través de los cuales lo más singular de la propia vida y su historización, se va entrelazando con la historia pública.

No hace mucho que aquí, en La Plata, apareció el último número de la revista Contexto. Aquellos que hayan leído su índice, tal vez tengan presente que aparece un artículo mío, titulado Un maltrato sui generis, y si hay alguno que lo haya leído, tal vez recuerde que llamaba "maltrato sui generis" al que se ejerce sobre los bebés y los niños pequeños a quienes se les conceden todos los gustos, no permitiéndoles pasar por ninguna frustración ni vivir la experiencia de lo que está prohibido.

Escribí ese texto hace exactamente dos años, en setiembre del 97. Me importaba en especial haber sido invitada para unas jornadas organizadas por un Centro de Estudiantes. Se trataba del Centro de Estudiantes de la Facultad de Psicología de Rosario, y para mí no era lo mismo que tantas otras veces, en las que fui convocada por instancias más formales.

Para la época en que cursaba la carrera de Biología, en Ciencias Exactas, yo más o menos vivía en el local del Centro de Estudiantes. No pude hacer lo mismo cuando cursaba Psicología en la UBA: era la época del gobierno militar.

Con esta historia por detrás, cuando me puse a escribir el texto mencionado, no pude dejar de comparar la extensión que cobra en nuestros tiempos cierto tipo de exagerado mimoseo y satisfacción alrededor de los bebés y los niños pequeños, con la extensión que ha venido adquiriendo el maltrato hacia los adolescentes -los adolescentes de hoy, que fueron los mismos bebés mimoseados de hace pocos años.

Concluía mi texto con los siguientes renglones:

"El deseo se diferencia del capricho en que está mediado por la Ley. La represión operada sobre el niño pequeño, ejercida por la función paterna, es condición fundante del sujeto, a la vez que transmisora de la Ley.

"Cuando la represión se opera sobre los adolescentes, ejercida por los bastones largos, el capricho, demasiadas veces, se encuentra del lado del que empuña el bastón, mientras que la defensa y transmisión de la Ley (de la Ley que nos importa) está del lado del que lo enfrenta. Supongo, entonces, que hubo padre, y, si es así, será posible que siga habiendo hijos." (1)

En la actualidad, la Noche de los Lápices está mucho más presente que la Noche de los Bastones Largos, pero hacen serie. En 1966, muy poco después del golpe de Onganía, los estudiantes de Ciencias Exactas ocuparon la facultad. Fueron desalojados con una brutalidad que, en esos ámbitos, hasta entonces era desconocida. Fue el prólogo de la caída de la autonomía universitaria y del desmantelamiento de muchas de las mejores cátedras en todas las facultades. No estuve ahí por pura casualidad -yo estaba de viaje- pero los bastones cayeron sobre las espaldas de muchos de mis mejores amigos.

De todas formas, cuando en mi texto escribía "la represión de los bastones largos" estaba pensando en la Noche de las Lápices, donde sin duda los bastones no estuvieron ausentes.

Quienes me conocen, saben que soy bastante despistada con las fechas; en el momento de escribir no venía leyendo los diarios y, sólo al día siguiente de haber escrito ese párrafo, me enteré que el aniversario de esa noche se cumplía en setiembre, justo en el mismo día en que yo la había recordado.

Esas "casualidades" me erizan la piel, tanto en su descubrimiento como en su recuerdo.

En las últimas horas del último jueves 16 de setiembre, por las pantallas de televisión comenzaron a desfilar imágenes de los sucesos de Ramallo, entremezcladas, cada tanto, con las imágenes de la marcha que se hacía en la ciudad de Buenos Aires en conmemoración de la Noche de los Lápices.

El titular de Clarín del domingo 26 -diez días después- daba cuenta de que no sólo no había policías detenidos por la masacre, sino que ni siquiera habían sido citados a declarar como sospechosos: se los había citado como simples testigos.

A la inversa, en la noche del jueves 16, fueron detenidos varias decenas de adolescentes, casi todos estudiantes secundarios. Mi hija, que estuvo entre ellos, me contaba: "Cuando los ví venir, tal vez me hubiera podido escapar; pero ví que habían agarrado a un pibito y me dio pena, preferí quedarme para no dejarlo solo. ¡Vos lo hubieras visto! ¡Era un nene!, ¡tenía 13 años...!". Así me decía ella, que con sus 17, era la "grande" entre los demás.

No le pasó nada grave, tomó las cosas con su tranquilidad de siempre, pero a alguno de sus amigos le quedó en las espaldas la marca de una bala de goma y a otro lo golpearon tan fuerte y repetidamente que le abrieron la cabeza, dejando lesiones importantes.

Mientras estaba esperando en la comisaría que llegara el momento en que dejaran libre a mi hija, al igual que lo venía haciendo en todos los días anteriores y que seguiría haciendo en los días siguientes, no podía dejar de pensar en qué escribiría para la próxima presentación acerca de El niño y la ley. Dadas las circunstancias, esta vez no pude menos que acordarme -por primera vez en relación a esto- de mi texto anterior, el mismo que cité más arriba.

Además, se me agregaba otra coincidencia: la presentación era en La Plata, que no sólo fue, para mí, la ciudad en la que estudió mi padre sino que además se trataba --para mí y no sólo para mí- de la ciudad de la Noche de los Lápices.

Recordado el otro texto, me abatió la desesperanza: ¿qué otra cosa podría decir en este que no hubiera dicho en el otro? ¡Si lo que quería transmitir en esta ocasión era lo mismo que ya estaba escrito en el anterior!

A la búsqueda de nuevas ideas, instalada en mi PC, marqué en el Tiresias los significantes niño y ley y me aparecieron las 118 clases en las que Lacan pronuncia al menos una vez cada una de esas palabras. Las leí rápidamente a todas -tuve que desechar unas cuantas, en las que los dos significantes estaban ahí como de casualidad, sin ninguna articulación posible entre sí o con el tema-, y vi que lo que más se repetía insistentemente era un concepto, enunciado de distintas maneras, con distintas articulaciones, pero cuya idea central podría enunciarse así: para el niño, el padre es el portador de la ley (2), o, dicho de otra manera, el niño se entera de que hay ley a través del padre, es por su presencia que se le impone y que, digamos, se sujeta a ella.

Convendrán conmigo en que no se trata de una idea demasiado novedosa, es, más bien una de las premisas básicas del psicoanálisis, una constante teórica que ya lleva un siglo; pero lo que no ha permanecido como constante es el lugar del padre en la cultura. Sin que de manera alguna se pueda decir que ha caído, es un lugar cuestionado; hasta cierto punto -y cada vez más- tambalea.

No me parece casualidad que también tambalee el lugar de la ley.

Más acá de la preocupación general por los destinos de la humanidad que estas cuestiones me despiertan, yo padecía una preocupación mucho más concreta: ¿de qué iba a hablar el sábado 2 de octubre en relación al niño y la ley? Porque la carta principal que me había arrojado el Tiresias -la relación del lugar del padre con el de la ley, también lo había desarrollado en el texto anterior.

Pero quedaba algo más, mientras que aquella vez yo me había dedicado a subrayar la necesidad de la presencia del padre, leyendo los seminarios de Lacan me encuentro con un párrafo que dice lo siguiente: La ley está soportada por algo que se llama: el nombre del padre (3), y también: el padre en tanto que promulga la ley es el padre muerto, es decir el símbolo del padre; el padre muerto es el nombre del padre (4). ¿Se trata entonces de la presencia del padre o de su muerte? Porque si lo que importara fuera la muerte del padre para sostener la ley, ¿a qué insistir en su presencia? nada más efectivo que su desaparición...

La cuestión es que para poder acceder al padre simbólico, es decir, a que el significante del Nombre del Padre resulte instalado en la red significante singular que se va estableciendo en los primeros pasos de la historia de cada sujeto, es necesaria la operatoria previa del asesinato (asesinato simbólico, por supuesto, absolutamente singular); pero es imposible cometer un asesinato in absentia, hace falta la presencia real de aquél que se procederá a asesinar simbólicamente.

Dice Lacan: (El niño) Entra en el orden de la ley por la vía del crimen imaginarlo. Pero sólo puede entrar en este orden de la ley si, por un instante al menos, ha tenido frente a él a un partenaire real(5).

Este partenaire real, claro está, no necesita ser el padre biológico, y ni siquiera algún partenaire masculino de la madre. Alcanza con que haya alguien que, para el niño, por un cierto tiempo, represente al Otro del Otro (6), alguien que, en lo real, priva a la madre e imponga la Ley.

Acabo de escribir Ley con mayúscula. Para nosotros, psicoanalistas, la Ley con mayúscula es la prohibición del incesto. Lacan hace notar que en los diez mandamientos - que constituyen casi todo lo que es aceptado como mandamientos para el conjunto de la humanidad - no está señalado en ningún lado que no hay que acostarse con su madre, pero también dice que: Los diez mandamientos son interpretables como destinados a mantener al sujeto a distancia de toda realización del incesto, con una única y sola condición, que nos percatemos que la interdicción del incesto no es más que la condición para que subsista la palabra (7).

¿Por qué "condición para que subsista la palabra"? Porque no hay palabra posible si no se mantiene una distancia infranqueable entre el sujeto y la Cosa -recordemos que a la altura del Seminario de La ética, que es donde trabaja estas cuestiones, la Cosa es la madre. Los diez mandamientos -dice Lacan- son algo muy cercano a lo que funciona efectivamente en la represión del inconsciente (8).

En nuestra cultura -otras culturas tendrán sus equivalentes, acordes a los distintos mitos-, los diez mandamientos se ubican como las Tablas de la Ley. Haciéndole borde, sin enunciarla, sostienen la Ley con mayúscula; constituyen a su vez el núcleo, la urdimbre básica, de la ley con minúscula.

¿Qué es la ley con minúscula? Aquí llamamos ley -dice Lacan -justamente a lo que se articula propiamente a nivel del significante, es decir el texto de la ley (9). Es decir que la ley es un texto, un simple o complicado texto, un enunciado acordado entre los integrantes de determinada cultura, a través de las distintas instancias a las que cada comunidad recurra para establecerlo. Cada ley en particular o el conjunto del sistema de leyes puede ser modificado de acuerdo a los cambios históricos, pero lo que nos interesa en particular es que el conjunto de estos enunciados sea coherente con los enunciados de los diez mandamientos en tanto condición para que subsista la palabra.

Si la ley es un texto, el Otro es la sede de la ley (10). Si para el niño este Otro está encarnado en el padre (o quien ocupe su lugar en la efectuación de la función paterna), para el padre su lugar se sostiene en el Otro que se ha ido plasmando en su propia historia edípica, pero también este sostén se actualiza en el Otro encarnado en los otros de la comunidad en que vive.

Hecha la ley, hecha la trampa, dice el saber popular.

Esta ley, siempre viva en el corazón de los hombres, que la violan todos los días, al menos en lo concerniente a la mujer de su prójimo (11), dice Lacan por su parte.

Hasta para violar la ley hace falta que ésta esté viva en el corazón de los hombres. La continuidad de la vida de la ley en parte se sostiene en el hecho de que se trata de un texto escrito, transmisible de una generación a otra; pero, como todo texto escrito, puede convertirse en pura letra muerta. La ley pierde su carácter de ley cuando deja de exigirse su cumplimiento, en especial cuando quedan impunes los crímenes de lesa humanidad, aquellos que no pueden entrar en el margen del perdón ni del olvido.

Si el lugar de la ley tambalea, tambalea también el ejercicio del padre en su función, función que es la encargada, justamente, de garantizar la transmisión de la ley, inseminándola en el corazón del niño.

La pére-versión inevitable de cualquier padre singular, acotada en el marco más amplio de una ley presente, es el condimento necesario para el establecimiento del deseo en el niño. La perversión, extendida en el campo social, socava lo más elemental de las condiciones que requiere la crianza de un niño en tanto humano.

Recorriendo el Seminario de La ética en busca de los diez mandamientos, me encontré con un párrafo que resulta especialmente interesante en estos tiempos; allí

dice Lacan: Dejo de lado el reposo del sábado, pero creo que este extraordinario imperativo, gracias al cual, en un país de amos, vemos todavía que un día sobre siete transcurre en una inactividad que, según dicen los proverbios humorísticos, no le deja al hombre común un punto medio entre la ocupación del amor o el aburrimiento más sombrío, esa suspensión, ese vacío, introduce seguramente en la vida humana el signo de un agujero, de un más allá en relación a toda ley de la utilidad (12).

Al día de hoy, el signo de un agujero ...en el bolsillo... obliga a buena parte de los hombres comunes de nuestra sociedad a privarse del reposo del séptimo día. La "ley de la utilidad", es decir, las leyes que rigen actualmente el intercambio en el mercado, siguen siendo las mismas que regían en el tiempo de Lacan, pero en nuestros días, despues de haber desplegado lo suficiente sus insalvables contradicciones, hacen caer su colapso sobre las espaldas de los hombres, colisionando incluso con los diez mandamientos, deteriorando y disolviendo los lazos sociales.

Este colapso también cae directamente sobre las espaldas de los niños: no sólo que muchos han perdido el tiempo de padre (o de madre) que les corresponde los domingos, sino que, paralalelamente y en mayor escala, el incremento de la desocupación en los padres, siniestra y paradójicamente, viene acompañado por la instalación y el incremento de las horas de trabajo infantil. Niños que mantienen sus hogares... -¿pueden llamarse hogares? ¿pueden llamarse niños? ¿puede llamarse ley?

Al fin del milenio, se ha producido una especie de involución temporal: el atávico Cronos devorando a sus hijos, imponiendo su capricho por sobre las leyes que regulan y posibilitan el Edipo.

Hay leyes que necesitan cumplirse y hay leyes que necesitan ser transformadas.

¿Qué puedo decir, hoy, acerca del niño y la ley? Tal vez mis articulaciones hayan estado demasiado compactadas, pero de todas formas, con un poco de suerte, es posible que acuerden conmigo en que no me salgo del campo del psicoanálisis -más bien al contrario: que no dejo de sustentarme en él- cuando lo que tengo para decir, respecto al niño y la ley, es, como mínimo: juicio y castigo a los culpables.

Elsa Coriat

(*) Presentado en el panel sobre El psicoanálisis, el niño y la ley, en las Jornadas: Problemas de la clínica psicoanalítica, organizadas por Lazos, Institución Psicoanalítica. La Plata, 2 de octubre de 1999.

NOTAS

(1) Elsa Coriat: Un maltrato sui generis, en Contexto Nº4, La Plata, 1999.

(2)Jacques Lacan: Seminario V: Las formaciones del inconsciente, clase del 8 de enero de 1958.

(3) Jacques Lacan: Seminario XII: Problemas cruciales para el psicoanálisis, inédito, clase del 3 de febrero de 1965.

(4) Jacques Lacan: Seminario V: Las formaciones del inconsciente, clase del 8 de enero de 1958.

(5) Jacques Lacan: Seminario IV: La relación de objeto, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1994. clase del 6 de marzo de 1957, pág. 212.

(6) Jacques Lacan: Seminario V: Las formaciones del inconsciente, clase del 22 de enero de 1958.

(7) Jacques Lacan: Seminario VII: La ética del psicoanálisis, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1988, clase del 16 de diciembre de 1959, págs. 86-7.

(8) Ibid.

(9) Jacques Lacan: Seminario V, op. cit., clase del 8 de enero de 1958.

(10) Ibid.

(11) Jacques Lacan: Seminario VII, op. cit., clase del 23 de diciembre de 1959, pág. 103.

(12). Ibid.