En el hall del Hospital, el padre, junto a la única hija de la pareja -una niña de 12 años- y junto a algunos otros familiares, espera el anuncio del nacimiento del nuevo bebé.
Se acerca una enfermera; les dice que ha nacido un varón.
¡Bueno! ¡Finalmente el varón! Con toda alegría, se descorchan las botellas traídas para el acontecimiento, se sirven los vasos y se comienza a brindar.
En eso estaban cuando se acerca un médico que, desde lejos, les dice: "¡No festejen tanto que es mongólico!".
La niña de 12 años cae redonda al suelo, desmayada.
Si hiciéramos en estas Jornadas un concurso acerca de maneras siniestras de emitir un diagnóstico, éste, seguramente, ganaría alguno de los primeros premios. El bebé de ese entonces comenzó estimulación temprana a los 3 meses en el Centro "Dra. Coriat" y hoy es un niñito de 7 años. Un niñito que, a pesar de haber estado en tratamiento en nuestro equipo todos estos años, no termina de instalarse en el mundo como sujeto deseante. A pesar de responder relativamente bien a los requerimientos de su escolaridad, no es capaz de armar un juego que supere el consabido cocinar y comer, o jugar aburridamente a la pelota. En su vida interna no hay fiestas .
¿Traigo estos esbozos de recortes para apuntar o sugerir que la situación actual se debe al efecto de cómo fue formulado el diagnóstico inicial?
Al contrario; quiero subrayar exactamente lo contrario.
Si a estos mismos padres el diagnóstico les hubiera sido informado de la mejor de las maneras, no hubiera habido cambios significativos en el lugar que a este hijo le ofrecieron. Lo que el médico les dijo brutalmente, se correspondía, punto por punto, con lo que ellos pensaban acerca del Síndrome de Down; la ausencia de festejos, en esta familia, venía desde demasiado tiempo atrás. Tal vez la llegada de un hijo, varón y sano, hubiera podido traer otro tipo de alegría, pero el diagnóstico de Síndrome de Down hubiera provocado lo mismo, se dijera como se dijera.
Hago notar que para mantener nuestro prestigio clínico y salvar nuestra tranquilidad profesional, centrar la causa de la responsabilidad -en relación a las dificultades actuales- en la manera de presentarse el diagnóstico, nos hubiera venido como anillo al dedo, tanto a nosotros como a los padres. Hay muchos motivos que propician que el médico que pronuncia las palabras temidas quede ubicado, con cualquier pretexto, como el malo de la película. Y también es cierto que hay unos cuantos que, como el del ejemplo anterior, sólo saben desempeñar ese papel; pero hay una gran diferencia entre ubicar a una mala intervención como la determinante de ciertos males, a ubicarla simplemente como... una mala intervención.
Desde el Centro "Dra. Lydia Coriat" he tenido oportunidad de escuchar infinidad de historias de diagnósticos y seguir sus efectos. Diagnósticos de todos los tamaños y colores, diagnósticos con moñitos o con acíbar, diagnósticos objetivos o delirantes, diagnósticos con caricias o con mazazos, diagnósticos condenatorios o propiciantes.
La conclusión que de todo eso he sacado, es que palabras y condiciones más o menos equivalentes en el momento del diagnóstico, provocan, en distintos casos, los resultados más diversos. Padres que se quejan porque les fueron pronunciadas determinadas palabras, palabras que son prácticamente las mismas que otros padres agradecen. Padres que hacen un mundo de maltrato por pequeños deslices del lado del profesional, mientras que, por parte de otros que pasaron por circunstancias más graves, sólo nos enteramos de lo que allí ocurrió cuando preguntamos al respecto: si fuera por ellos ni lo hubieran mencionado, porque no le asignan importancia al hecho... Es imposible prever de antemano el efecto que la formulación de determinado diagnóstico provocará en los padres. El efecto sólo se conocerá aprés-coup y la única regla previsible al respecto es que, para cada uno, el efecto de lo mismo será diverso.
¿Cómo ordenar, entonces, estas diversidades, de forma tal de sacar conclusiones que nos sirvan para operar en la clínica?
Cuando un médico (o un profesional de cualquier otra disciplina) emite un diagnóstico, se juegan los efectos de dos cuestiones distintas, que por lo general se hacen una. Por un lado, el diagnóstico en sí, el diagnóstico puro, es decir, la información al paciente del significante con que en el momento cuenta la ciencia (según la que el profesional haya incorporado) para designar el real por el cual se lo consulta.
Pero, por otro lado, el problema es que ningún significante quiere decir nada por sí mismo: el valor de cada uno está en intrínseca relación con los demás significantes que lo rodean. El significante emitido por el profesional es recibido desde la red significante del que escucha, y, a su vez, del lado del que emite, el significante del diagnóstico viene, inevitable-mente, acompañado por otros, que contribuyen a su significación.
Hablando de estos temas con Fernando Maciel, psicoanalista y compañero de equipo, él me hizo notar que, en los libros de medicina, es casi sistemático encontrar, al lado de la palabra diagnóstico, la palabra pronóstico.
Los libros, de esta manera, no hacen más que reflejar una realidad clínica evidente: si el padre de un chiquito con problemas anda de profesional en profesional reclamando que le digan un diagnóstico, no es para enterarse del título de lo que aqueja a su hijo; lo que en realidad le interesa escuchar es, por lo menos, que le digan un pronóstico, y, apenas éste ha sido dicho, que le digan qué corresponde hacer con eso.
Con todo esto, en la clínica, resulta imposible el ejercicio de un acto de diagnóstico puro. Incluso si un médico -y lo tomo como ejemplo porque la medicina tiene más sistematizados los diagnósticos- se limitara a decir Síndrome de Machu Pichu, y se negara a pronunciar una sola palabra más, el que lo consulta transformaría en significantes el tono de voz con que el profesional lo pronuncia y cada uno de los gestos con que lo acompaña; incluso la negativa a decir nada más, sería un significante que se adosaría a la significación que el paciente atribuye al diagnóstico. En esta serie de elementos no dichos -pero que operan como significantes- incluyo el "cómo" y el "cuando", incluidos en las palabras del párrafo con que se invitó a estas Jornadas.
Tanto pensar en efectos y en redes, no pude menos que asociar con escenas deportivas. Permítanme traer desde allí algunas imágenes para representar la escena del diagnóstico y la estructura de lo que está en juego, ...con el más amplio espíritu deportivo.
Las reglas de nuestra competencia son las siguientes:
Parados sobre el césped, algunos metros delante nuestro tenemos extendida una red -un delicado tramado de hilo. En nuestras manos, tenemos una pelotita tipo tenis, y un bate o una raqueta. Debemos arrojar la pelotita contra la red. Cada vez que la una llega a la otra, la red, inevitablemente, se rompe; pero la manera de romperse dependerá de cómo llegue el impacto, así que podremos encontrarnos tanto con un desgarro calamitoso, con la caída de toda la red o con un único boquete puntual. En este último caso, al producirse el agujero, los hilos de la red se reordenan formando distintas figuras.
El objetivo es, en primer lugar, hacer el impacto de forma tal que la red quede agujereada pero no destruida. En segundo lugar, tanto más éxito tendremos cuanto más armoniosas resulten las figuras de la concatenación resultante, a partir del reordenamiento de la red.
Para que este ejemplo sirva para nuestros fines, debemos agregar también que la red con que se encontrará el jugador antes de efectuar su tiro, estará tejida cada vez con una configuración distinta.
Veamos qué pretende representar cada elemento:
La red es la red significante, inscripta del lado de quien nos consulta. La pelotita es lo real, lo real de los signos en juego, aquello que pretendemos designar con las palabras del diagnóstico. Un real que va a estar presente tanto si lo nombramos como si no lo nombramos, si es que efectivamente hay allí un problema. Un real con el que los padres se van a encontrar, de una u otra manera, independientemente de que lo diagnostiquemos, ya sea nosotros, ya sea cualquier otro profesional.
Es lo real irrumpiendo lo que provoca la tan mentada fractura narcisista, en el terreno de lo imaginario; pero si esta se produce es porque se ha producido una fractura en la red significante, red que, a su vez, sostiene y determina lo imaginario.
La pelotita de lo real, si es que todavía no lo ha hecho, va a hacer mella en la red significante independientemente de nuestras palabras. ¿Cuál es la ventaja, entonces, de ofrecer un diagnóstico?
Allí, parados en el campo de juego, desde los significantes de nuestro saber y nuestra ética, estamos en mejores condiciones para hacer llegar la pelotita al punto que corresponde, produciendo un efecto mejor elaborado. No solamente podemos intentar calcular la dirección y la fuerza del tiro según lo que alcancemos a percibir-escuchar de la red que tenemos delante, también podemos envolver la pelotita con los significantes que enunciemos.
Nuestros significantes, cubriendo a la pelotita real como un guante invisible de felpa simbólica, tendrán la propiedad casi mágica de entremezclarse con los significantes de la red en el momento del contacto. Allí comenzarán a hacer su trabajo: tejiendo nuevos enlaces que ayudarán a zurcir-elaborar la zona de tejido destruido por el impacto.
Si introduje todas estas complicaciones, ubicadas en el campo de un hipotético deporte, ha sido porque me permiten subrayar que el efecto en los padres -el efecto en tanto resultado final- no depende de un solo factor, ubicado en nosotros, sino fundamentalmente de lo que del lado de ellos nos está esperando; pero también es cierto que somos absolutamente responsables (no hay otro) de la dirección que imprimimos a cada tiro y las palabras con que lo envolvemos.
La mayoría de las veces, incluso en las admisiones que llevamos a cabo en el Centro "Dra. Lydia Coriat", los pacientes ya vienen con el diagnóstico a cuestas, y con su fractura o su boquete instalado en la red. ¿Qué hacer entonces? Lo mismo: batear la pelotita, con nuestras palabras adheridas, hacia el punto que nos parezca oportuno -de preferencia alrededor de los bordes del agujero existente. Si la dirección es adecuada, las palabras comenzarán su trabajo de zurcido, posibilitando una reconstrucción de la red.
El proceso diagnóstico -diagnóstico en su sentido amplio- se juega en cada movimiento clínico, en cada nuevo encuentro con cada profesional interviniente. Es cierto que el primero, el primer impacto, es especialmente importante, porque muchas veces diseña las líneas de fractura, pero también es cierto que, generalmente, el que pasa a adquirir mayor importancia es el que rediseña el efecto de la primera información, ubicándose como primer paso de un tratamiento posterior.
Casos como el que cité más arriba no son de lo más frecuentes. Allí la fractura ocasionada por el diagnóstico se ubicó sobre una fractura melancólica previa y que tragaba en su abismo casi todo lugar posible para un hijo, incluso para un hijo normal.
Desde que pasamos por el Edipo, todos traemos nuestra falla a cuestas, y todo nuevo dolor se ubica en esa grieta; pero ante quien no se las arregló con ella para valorar el deseo que de allí surge y que nos mueve en la vida cotidiana, no supongamos que ha sido un recién nacido imperfecto o un diagnóstico mal formulado el que provocó las dificultades.
Y a veces también llegan padres con su red fracturada pero sin diagnóstico; es decir, observan que su hijo presenta alteraciones evidentes pero nadie ha podido (o querido) decirles de qué se trata. En esas ocasiones podemos darnos cuenta de que la ausencia de diagnóstico puede tener efectos más devastadores incluso que los de un diagnóstico mal dado. Allí se vuelve imperioso, de parte nuestra, encontrar las palabras que consigan ubicarse en un lugar equivalente al del acotamiento preciso que proporciona un diagnóstico conocido (si es que la ciencia no tiene todavía los medios para ubicarlo).
He hablado principalmente de los efectos del diagnóstico en los padres porque según
cómo quede armada la red serán los efectos en el hijo. Sobre los efectos en nosotros mismos, educadores y/o terapeutas, espero haber incidido lateralmente, contribuyendo mínimamente a desmistificar alguna literatura que insiste demasiado en atribuirle al diagnóstico un carácter de sello cerrado y condenatorio.
Y para terminar, quisiera encadenar mínimamente redes y pelotitas con las articulaciones de la teoría. En el Seminario XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Lacan introduce dos conceptos que dice tomar de la Física aristotélica. Ellos son tyché y automaton. La tyché, para nosotros -dice Lacan- es el encuentro con lo real (1). La tyché se traduce como el azar, y, para el tema que nos ocupa lo relacionamos con el hecho de que, a cualquiera de nosotros, en tanto humanos, nos toque en suerte un hijo discapacitado. La tyché está representada en la pelotita, que impacta en lo simbólico al realizarse el encuentro.
El automaton -dice Lacan- se trata de la red de significantes (2). En nuestra metáfora deportiva se trata, obviamente, de la red en la que buscamos producir determinado efecto. ¿Por qué llamar automaton a esta red? Porque la insistencia significante, propia de la estructura interna de la red, es la responsable de las repeticiones, esas que se ubican más allá del principio del placer -aquello que Freud llama lo demoníaco.
El encuentro con lo real siempre confirma el desencuentro, la inadecuación del objeto, la distancia entre el objeto esperado y el objeto encontrado. Pero mientras que con la llegada de un hijo normal, nuestro imaginario, las más de las veces, se las arregla para saldar las diferencias en un sentido favorable, la llegada de un hijo con un cierto quantum de problemas ubica esa distancia como intolerable e irruptiva. Tanto más intolerable porque el automaton sólo puede apropiarse de lo real, un real que se produce desde un azar que le es ajeno, tomando al mismo como repetición; y si lo vive como repetición, por más que el sujeto se diga: "¡Qué mala suerte tengo!", inconscientemente estará convencido de que son sus actos los que han convocado su suerte.
Cuando en el acto del diagnóstico las palabras de nuestro tiro apuntan a la posibilidad de que ellos, en tanto padres, podrán producir un hijo, en tanto sujeto humano, a pesar de las complicaciones, algo de la repetición se corre de lo repetitivo para ponerse a producir al servicio de lo nuevo, de lo por venir. Para que un diagnóstico pueda cumplir eficazmente con su sentido clínico, el que lo formula debe tener en el bolsillo el próximo paso a dar para seguir adelante. ¿Para qué tantas campañas de detección precoz si a posteriori de la información no viene la posibilidad de nada?
Elsa Coriat
(*) [Presentado en las V Jornadas Interdisciplinarias de la Fundación del Centro del Desarrollo Infantil: Diagnóstico: ¿Condena o alternativa terapéutica? Mesa redonda: Efectos del diagnóstico en el niño, en los padres, en los educadores y en el terapeuta. Rosario, 2 de agosto de 1996]
BIBLIOGRAFIA
1) Jacques Lacan: Seminario XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoaná-lisis, clase del 5 de febrero de 1964, Ed. Paidós, Argentina, 1973, pág. 60.
2) Ibid.