DELIMITAR UNA PRÁCTICA: EL PSICOANÁLISIS DE NIÑOS. Alba Flesler

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La clínica psicoanalítica ha encontrado campo fértil para la discusión, cuando se trata de abordar la práctica con niños.

Desgajadas del texto freudiano las preguntas por la pertinencia de la misma, aún insisten. Problemáticas tales como lo inacabado de procesos psíquicos elementales para la aplicación del psicoanálisis, han dado lugar al surgimiento de cuestiones tales como la siguiente: ¿Un niño es analizable?

Algunas posiciones se inclinan a responder, o bien que sí, que el niño es un sujeto y por ende el analista ha de sostener el análisis tal como con adultos hasta su fin o por el contrario se plantea que, al no contar con lo infantil, no habría tal psicoanálisis pues el niño no es responsable de su acto, ni de su enunciación.

La fertilidad del tema, sin embargo, más allá de oposiciones improductivas la encontramos al preguntarnos por aquello que nombramos, cuando decimos niños.

Decir niño, es nombrar lo no familiar, el sentido que introduce al niño es de lo no reconocido. ¿Acaso decir niño, no es una manera de nombrar lo diferente, lo nuevo? Nuestra práctica con niños nos acerca una evidencia y es que allí no nos encontramos con el semejante adulto, ese que familiarmente nos habla de lo sexual, de la mujer, de la locura y de la muerte. Ellos, los niños, nos presentifican algo de lo real. Pareciera entonces, que las preguntas mismas intentan superponer el saber ya producido sobre adultos al niño, reintegrando de esta forma a lo conocido lo que nos es extraño.

En la medida que hemos ido reformulando algunas cuestiones ateniéndonos a una clínica que mostraba sus eficacias, también se fue perfilando la necesidad de delimitar nuestras intervenciones ¿Cuándo y cómo operar? ¿Qué particularidades de la estructura del sujeto deciden la intervención del psicoanálisis en los tiempos de la infancia?

Si apartamos nuestras preguntas de la connotación edípica que las teorías sobre niños conllevan y abandonamos el planteo en términos de niños, padres o familia ¿qué luz arrojan a nuestra investigación las categorías lacanianas de sujeto, objeto y el Otro?

Efecto de su relación al Otro, el sujeto se constituye en tanto los avatares de esa dialéctica lanzan como producto el objeto de una falta. Su destino humano, lejos de unificarse del niño al latente y del púber al adulto, llevará la marca de la falta de unidad la cual imprimirá para él una posibilidad y un precio. La posibilidad de acceso al deseo y el precio de la escisión.

Una anterioridad de lógica temporal determina la entrada del sujeto a la estructura por la vía del Otro. No obstante desde la dependencia real al Otro a la dependencia simbólica, hace falta tiempo. Pues lejos de avanzar de una dependencia inicial a una independencia lograda, todo progreso del sujeto cifra su existencia en profunda dependencia al significante.

La psicología evolutiva que ha observado y descrito con justeza los pasos en la incorporación de la estructura sin embargo ha fallado a la hora de dar cuenta de las causas que impulsan su progreso.

Desde el primer desprendimiento que la marca fálica promueve separando del cuerpo del Otro al niño como objeto de su goce, pasando por uno y otro despertar sexual de la infancia a la pubertad, las operaciones necesarias para ese pasaje guardan un ordenamiento temporal, cuya realización es contingente.

La significación al sujeto que es solidario de la metaforización que le imprime el significante fálico al goce del Otro, reclama la recreación sucesiva de una operación. Lacan la llama separtición (1), haciendo un apócope entre separación y partición. Se refiere con ella a esa separación primera que no se produce entre el niño y la madre, sino separando al sujeto de algo de él mismo, el objeto. ("Sépartition" fundamental, corte partición en el interior).

Cada partición del sujeto y el objeto reanuda el movimiento. La serie simbólica introduce una discontinuidad en el continum del tiempo real y a su vez va produciendo eficacias en lo imaginario.

Pues el cuerpo real que crece requiere contar con los velos necesarios para cubrir el objeto. La imagen del cuerpo está agujereada pera la neurosis, no la ve. Esta vestimenta imaginaria se diseña con tela simbólica cuyo tramado se teje con cuerdas anudadas una y otra vez.

El curso de la infancia está poblado de inhibiciones, angustias y síntomas, que bien pueden ser índices de su mismo transitar. No obstante esa misma diversidad de manifestaciones en ocasiones es indicativa de un estancamiento, pues la evolución no es natural.

Si hay síntomas los hay porque lo simbólico inmixiona en lo real de la vida, trastornándola si ésta es humana. Son los síntomas de la estructura, que se estructura en el desajuste que le es propio. En términos freudianos, podríamos decir que, no hay niños sin síntomas. La intervención del psicoanalista se justifica, entonces, cuando los síntomas que dan cuenta de la operatividad de la estructura, muestran su detenimiento en el goce del síntoma.

Reanudar, por lo tanto, es tarea del analista que sostiene su práctica de la imposibilidad, imposibilidad que se reconoce en que en su búsqueda nada espera reducir a lo exacto, a lo sin resto. Este reconocimiento deshace la impotencia de considerar como obstáculos la presencia de los padres (entre otros avatares, que estos decidan traer o sacar a su niño del análisis), la necesariedad de objetos reales (como los juguetes) o de la escena del juego para el abordaje en un tiempo en que el inconsciente no ofrece aún su estructura de ficción. Despoja de creencias de que al niño le faltan palabras o le sobran acciones. A la estructura ni le falta ni le sobra, es una estructura que opera en la falta misma. En cambio su falla se sostiene de la falta de la falta, lo que es la causa de su movimiento.

Aprender a escribir.

Atrapado en la vacilación, el padre de Alan, de seis años, cuando éste nació le puso un nombre diferente de aquel que la tradición familiar judía reservaba para el primer hijo varón. En solución de compromiso lo anota con ese nombre en el libro del templo.

Rebelándose a su madre que eligió esposa a todos sus hermanos, el padre de este niño escogió para casarse una mujer cuyas características no satisfacían las expectativas familiares. Puso a su hijo un nombre diferente al de sus primos (todos los primeros varones de la familia llevaban el nombre del abuelo paterno) Dice el padre:

"Quería ponerle otro nombre para diferenciarlo, pero también el nombre de la tradición familiar. Mi mujer no quiso, tendría que haberlo peleado más".

"Le voy a decir que se cambie el nombre cuando sea grande". "Con la nena fue más fácil".

Oscilante entre el reconocimiento de su deseo y reducirlo a la demanda de su madre, a cuenta de la cual carga la decisión dice:

"Le puse ese nombre porque ella quería, para no discutir".

Cuando Alan comienza a escribir, en la escuela primaria hebrea a la que concurre, lo hace en espejo. Junto a la enuresis y encopresis, los disfraces de mujer a los que siempre recurría y los riesgos en que ponía su vida que llevó a los padres a la consulta, este síntoma, el de la escritura en espejo, era un síntoma menor. Sin embargo, los otros sólo cedieron cuando el niño pudo escribir su nombre.

Alan había comenzado una historia entre animales que continuaba sesión tras sesión. Anexaba una hoja a otra y tras pedirme que yo hiciera el dibujo él relataba el texto. Al decidir pegar una última hoja a la historia, algo no pega. Ala, llamado así por su madre, intenta escribir su nombre abreviado en el borde superior derecho de la hoja, (tal como se escribe en hebreo). Allí la letra L de Ala, letra rebelde, le sale en espejo. La borra una y otra vez intentando pasar al margen izquierdo (al modo castellano) infructuosamente.

Entonces le digo que se confunde si sigue la historia en hebreo o en castellano, que no sabe dónde poner su nombre ni para qué lado seguir. A continuación me pide que dibuje dos pingüinos separados por una línea y sin cabezas, que escriba arriba la consigna. Alan me dicta: "tiene que armar la cabeza al pingüino, con lápiz o marcador, elija usted". Arriba de cada uno que ponga papi y mami, varón y mujer (respectivamente). Se lo lleva a la casa para que sus padres "pongan la cabeza donde corresponde". A la vez siguiente trae la hoja recortada en la línea media, las dos figuras separadas, cada una con su cabeza y el nombre Ala pintado queda escrito y pegado al pedazo de hoja donde está el dibujo de su mamá.

A partir de entonces su escolaridad avanza con meticulosidad obsesiva, cumple estrictamente sus tareas "con la señorita". Pero hallamos un límite, un punto de detenimiento. Sus producciones son siempre desvalorizadas por él, según dice: "me sale mal" y ante cada avance fálico todavía "se caga en los pantalones", ya no encima, pero en lo real sale corriendo al baño.

Con la inscripción del nombre del lado de la madre una operación se efectuó de sustracción como objeto de su goce, pero desprovisto de emblemas fálicos, a los cuales identificarse, su posición sexual vacila. No halla simbólico del cual sostener una imagen varonil cuando el goce fálico se presenta amenazante. Pues la aparición del goce en el órgano peniano amenaza la imagen, cuando falta la provisión de emblemas varoniles para la identificación que un tiempo estructural demanda.

El aprendizaje de la escritura y en especial del nombre propio, produce una ganancia genuina para el sujeto. Con el trazo simbólico puede separar el referente imaginario condensador de significación y jugar a mover la imagen, sin que surja la amenaza de su aniquilación. El juego de lo imaginario con lo real se torna posible en la confianza del lazo simbólico que los anuda.

Así desde el inicio de la escritura y hasta la pubertad, durante el período de latencia se escriben las letras, se hacen las cuentas, que permitirán localizar a su tiempo el goce en el acto sexual.

Malas palabras

La luz roja de la alarma había sido encendida por la escuela. Yoel, a los siete años, pegaba violentamente a sus compañeros y les arrancaba el pelo sin lograr contenerse.

La primera vez que vino a mi consultorio, con pocas palabras y largos silencios dice:

"Me estoy peleando mucho porque mienten".

"El me sacó la pelota a propósito".

"Me burlan".

"Mi hermana siempre me miente".

-¿Y vos siempre le crees?- le pregunto haciéndome la sorprendida.

-Riendo me contesta- "Yo también a veces le miento".-

Verdades sobre la enfermedad, el engaño y la violencia gritaban en la mudez del pacto familiar. Una cara real y opaca de goce impedían la producción del velo necesario para jugar al engaño.

Esa semana, el colegio decide que los padres retiren a Yoel de la escuela cuando pega a sus compañeros.

"Me pegué con un amigo"- dijo la vez siguiente.

-Qué! ¿te quedaste pegado?- le pregunté.

"¡No!"- dice riéndose- "Le pegué porque me sacó la pelota a propósito"-.

-¿Y no sabes pelear por lo tuyo de otra manera?- le pregunto.

"Sí, -dice dubitativo- burlando..., con malas palabras", y se queda callado.

Le pregunto: ¿y sabés malas palabras? Me mira en silencio...hasta que responde tímida y pícaramente que sí.

Le propongo entonces hacer una lista, él dice que escriba yo y enumera: primero "mal aliento" y luego tomando más coraje, "ojalá que te mueras, hijo de puta, puta, carajo, boludo, pelotudo, tonto, tarado".

Le digo: "es una lista donde las malas palabras salen después de los malos deseos de ojalá que te mueras hijo...de puta".

Las peleas en la escuela se suspenden.

La madre dice recordar cuando viene a buscarlo, casi en el pasillo, lo que negó persistentemente en las entrevistas: una escena de violencia matrimonial presenciada por el niño.

Yoel llega con las manos adentro de las mangas y quiere jugar a la guerra con las cartas. Me advierte al comenzar el reparto que tenga cuidado pues puede haber algunas pegadas.

Dos cartas compiten y gana la mayor, con un golpe de su mano en la mesa pretende ante cada tiro agarrar las cartas sin esperar a conocer el resultado. Su gesto se prepara al ataque ante la posible rapidez del contrincante a sustraerle lo suyo.

Así, golpe tras golpe en el afán de tomar las cartas golpes mi mano.

- "¡Uy!"- dice.

Le digo: "si él sólo agarra lo que es suyo a los golpes".

De ahí en más empieza a decir: "¡Mío!", cuando él gana y "¡Tuyo!", cuando gano yo.

Malas son las palabras, aún "mal aliento", cuando el silencio es aquello que se demanda. Yoel fue un testigo mudo hasta que el nacimiento de un hermanito vino a descubrirle el lugar en el que él estaba.

Ahí donde se oculta para el sujeto , gracias a lo simbólico, la discordancia entre la imagen y lo real que la agujerea el velo ha caído, dejando para Yoel al desnudo, a la vista la mirada del Otro. La respuesta agresiva es el intento de salida a la tensión amenazante que recae sobre la imagen.

Los recursos simbólicos, para poner a distancia el goce que retiene al sujeto en la demanda del Otro, se producen en los tiempos de la infancia paulatina y progresivamente. La escena lúdica que requiere de objetos reales para la localización del goce fuera del cuerpo, da cuenta de un tránsito tendiente a simbolizar aquello que en los tiempos primeros, se juega entre lo real y lo imaginario (2) .

Efecto de la represión fundante el pasaje a la Otra escena, permitirá la producción de saber inconsciente, cuando el sujeto que ya hablaba pasa a escribir un decir. Momento altamente simbólico el aprendizaje de la escritura suspenderá a la operación escritural, el ordenamiento de un goce fálico que requiere de letra para enmarcar y recortar en otro cuerpo, el de la alteridad, el objeto de su goce para el acto sexual.

Tiempos de redistribución de los goces, van engendrando los objetos que requieren de letra para su articulación como objetos causa de deseo. Cada uno de estos tiempos implica una modalidad diferente para el acto analítico, cada vez que la suspensión del goce requiera una producción escritural para efectivizar la recuperación de otro goce permitiendo así el crecimiento.

Juego, juguetes, dibujos, pinturas, esculturas, entrevistas con los padres: ¿dicen de los obstáculos para el abordaje por el psicoanálisis, del sujeto en la infancia? o dan cuenta de una estructura que se renueva reanudando el engendramiento del objeto que conviene a su incompletud.

Su intervención, la del analista, apuntará a instaurar las operaciones irrealizadas, las que son fundantes del pasaje de una etapa a otra. El analista opera en aquello que compromete la vía de realización del sujeto en los tiempos de la infancia, donde enfrentado a un defecto de la represión constitutiva.

Alba Flesler.

Presentado en las Jornadas "La práctica en los bordes, la clínica en sus límites", Rosario, 1993

Publicado en La Revista Argumentos Nro. 4 (Noviembre 1994).

NOTAS:

(1) Lacan, Jaques: Seminario X, 15-5-63

(2)Flesler Alba: Jugar de niños. Reunión Lacanoamericana de Psicoanálisis de Porto Alegre 1993