Desde la antigüedad hasta nuestros días la concepción del niño ha sufrido profundas variaciones. Las vasijas etruscas lo presentan como un adulto en miniatura, reflejando el ideal de una época en la cual la infancia no tenía estatuto propio y por ende, resultaba impensable otorgarle al niño la palabra.
El psicoanálisis introdujo un cambio en la perspectiva del niño, dando un giro de ciento ochenta grados a esa tradición. Desde el inicio, en el interior mismo de la formulación freudiana se fue tejiendo un pasaje que comenzó ubicando al niño como objeto de la observación para la comprobación de la etiología de las neurosis y continuó, más tarde, otorgándole estatuto y dignidad como sujeto de la palabra. En el paradigmático juego del carretel, entra en escena no sólo un abuelo observando la conducta de su nieto, sino también un psicoanalista escuchándolo decir ooo aaa. Primer par fonemático, piedra basal de la existencia del sujeto. Años atrás, el pequeño Hans había encontrado el oído atento del Herr professor inaugurando la práctica de escuchar hablar a un niño.
Desde entonces, el niño no es el mismo. Al encontrarse dispuesto a la escucha, Sigmund Freud inauguró para él, un discurso diferente. Ese acto le otorgó derecho y carta de ciudadanía en el territorio de la subjetividad.
Sin embargo, esa prerrogativa lejos de ser un bien natural, muestra desde el inicio, el carácter dependiente que la caracteriza en la medida que el sujeto responde al Otro. A mi manera de ver, el oximoron expresa, que el sujeto es un efecto y por lo tanto sólo llega a existir cuando responde. En ese sentido, el sujeto más que un estado es un tiempo. La existencia del sujeto se convierte, de ese modo, en efecto de una respuesta. Cuando responde sí, cumplimenta una operación de alienación necesaria, y cuando responde no, alcanza en un segundo tiempo, la separación.
Lo cierto es que, esa respuesta reclama como condición un antecedente: haber encontrado en el Otro primero una hiancia inaugural. Sin ella, el sujeto jamás construirá ese articulador esencial de su deseo que es el fantasma, respuesta constituyente ante la demanda pulsional que le llega del Otro. Con otras palabras, si el niño es un lugar en el Otro, el sujeto es una respuesta al niño del Otro. Por eso, prefiero decir que el analista atiende al niño pero siempre apunta el sujeto. Al sujeto que Lacan escribió con un matema: $, y que resulta de importancia ética en los tiempos que nos toca vivir, momento en que un niño es nombrado ADD o ADHD en nombre de la ciencia.
El niño del otro
Paradoja del ser humano: puede vivir sin existir. Sólo si alguien anticipa su destino, el viviente nacerá a la existencia. Y llegará a vestir su condición de niño si le es otorgada la magnífica donación de un nombre que le permita reconocerse como tal.
De ese delgado hilo penderá el tejido en que se trame, luego, el futuro de cada hombre. No todos lograrán hacer de ese destino un estilo (1). Es que una nominación no arrastra sólo un valor simbólico, siempre plausible de deslizamientos significativos; una nominación nombra, aprehendiendo lo innombrado bajo la égida que lo fija al sentido adjudicado. Clava sus raíces en lo que nunca antes fue dicho, instaura un advenimiento que tiene valor de acontecimiento.
Por ese medio, el viviente es arrancado a la fuente pura y única de la vital naturaleza y anudado a la vara del lenguaje. Inmerso en él, el sujeto ha de debatirse entre los ‘biendecires’ y los ‘maldecires’ que, entre bendiciones y maldiciones, van dando sentido a su existencia.
Un niño que ha nacido y recibido el nombre de sus padres puede poner a su cuenta un crédito: lo desearon vivo. Primeros tiempos en que las cartas se juegan con signos inequívocos: vida o muerte. Tal es la dependencia radical que la fragilidad de la criatura humana guarda con el amor, el deseo y los goces de otros seres humanos significativos.
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Prisionera de sus redes, la infancia se cursará escalando las estaturas del Otro, hasta descubrir los límites de su grandeza; hazaña que sólo será transitable si para los padres, y sucedáneos, la infancia no es rechazada. Si se soporta su decurso, cada tramo de su transcurrir. Si los adultos soportan, es decir son soporte, sostén y tolerancia, de aquello que a principios del siglo pasado Freud advertía. Y es que la infancia se despliega entre síntomas, inhibiciones y angustias en el mejor de los casos, si no, es peor.
Pero los destinos de tales inhibiciones, síntomas y angustias serán vías cerradas si sobre ellos sólo recaen calificaciones, como signos inequívocos y estigmatizantes que matan al sujeto aún en nombre de salvarle la vida. En cambio, si ponen en juego su costado enigmático, haciendo de la curiosa presentación, búsqueda de la palabra, la existencia del sujeto será posible.
El niño del científico
Quien haya alcanzado a ver la escena final de la versión de Wozzeck de Alban Berg, ópera que ha inaugurado la temporada lírica en Buenos Aires, seguramente no ha podido evitar la escalofriante sensación que produce ver a un niño en manos de un científico que actúa en nombre de la ciencia sin considerar al sujeto. Situada en 1925 su contenido no ha perdido vigencia.
El avance de las psicoterapias y las variantes de la farmacología, con sus propuestas para alcanzar un alivio al malestar de nuestro tiempo, han llegado a producir un discurso a su medida. Terapias estrafalarias que se dicen de avanzada, prometen la felicidad junto a la solución de todos los llamados “trastornos” que se le presentan al ser humano. No menos prometedoras, se ofrecen las drogas específicas de los laboratorios para resolver los males que ellos mismos se encargaron de etiquetar bajo rúbricas que encuadran los más diversos fenómenos con el título de alguna enfermedad. La trama a la que apunta no se detiene en esa difusión generalizada y extiende sus alcances a los centros de asistencia jurídicos y educativos, involucrando a médicos, legistas y maestros, quienes buscan y encuentran cada vez más, respuestas en los campos mencionados.
Pero las causas de tamaña difusión no deben reducirse sólo a motivaciones externas, sino también a razones intrínsecas a la estructura humana.
¿Cuál ha de ser la causa por la que tal nomenclatura ha encontrado cabida? ¿Por qué razón padres, pediatras y educadores se han alienado a una propuesta de contenido prefreudiano cuyos términos abusan de contenidos imprecisos y poco confiables?
A mi modo de ver, una vez más, la historia del psicoanálisis, nos lleva a constatar hasta qué punto el inconciente es radicalmente inconciente.
En tiempos de Freud, lo demostraron los posfreudianos desdibujando la diferencia entre el yo autónomo y la eficacia del inconciente y creando con la Ego psychology técnicas de autogestión yoica. Hoy asistimos sin sorpresa a propuestas que enfrentadas al horror de su descubrimiento desconocen, una vez más, la hipótesis del inconciente.
Freud lo había advertido. Con la simpleza de una lógica lograda sólo al fin de un largo recorrido, afirmó que las teorías de un investigador guardan enraizadas las marcas de su investigación infantil. El fantasma se nutre en las teorías sexuales infantiles. Por eso no es eludible, aunque haya sido eludido, el deseo del científico en las elucubraciones de la ciencia.
Con el sujeto del deseo que abrevó en el sujeto cartesiano, haciéndonos advertir que la verdad no es un bien de aprehensión sensible, el psicoanálisis reintrodujo el sujeto que la ciencia forcluye: el deseo del investigador. La ciencia, que abre senderos conducentes al encuentro con lo real, ha tropezado al eludir la pregunta por el deseo del científico.
Por su parte, también, las psicoterapias, todas, desconocen la hipótesis del inconciente y con ello el estatuto del sujeto. La consecuencia se desliza, fácilmente. Los síntomas no requieren desciframiento, pierden su valor significante y se erigen en signos llamados trastornos. Luego, son clasificables y remediables con medicación.
Un manual como el DSM, con nomenclaturas como ADD o ADHD, que alejan al sujeto de sus letras, sólo puede prosperar en tiempos de cierre del inconciente. Buscar en la raíz genética la etiología de lo patológico, desvincula al sujeto de su responsabilidad, ya que el sujeto, aunque escindido entre saber y goce, es responsable de su acto.
Por el tobogán de ese mismo cierre, la propuesta del acrónimo inglés ADHD (Attention-Deficit Hyperactivity Disorder) encuentra eco en el fantasma de algunos padres, tal como lo cuenta Luís María Pescetti, con sentido del humor y sensibilidad literaria, en DEME OTRO (2):
“Al finalizar el horario de clases llega una madre a buscar a su hijo. La intercepta la maestra, que trae al niño de una mano.
-Señora, hoy Fernando se portó fatal.
-¿¡Otra vez!?
-Pero fatal, fatal… no hace caso, contesta, se burla de los compañeros…
-Pues, entonces, déme otro.
-¿¡Cómo que “otro”!? ¿Otro niño?
-Sí, porque tampoco sé qué hacer.
-Pero, es que no puede ser.
-Con su padre ya le dijimos (mirando al niño), pero si él no quiere hacer caso… Qué, ¿no hay más niños?
-Es que no se trata de eso, la escuela está llena de niños…
-Pues cámbiemelo y listo…”
Alba Flesler. Escuela Freudiana de Buenos Aires.
NOTAS:
(1) Vegh, Isidoro: “Las Intervenciones del Analista”, Ed. Acme Agalma, Buenos Aires, 1997.
(2) Pescetti, Luís María: “Nadie te creería”. Bs. As. Alfaguara. 2004.