LA ADOLESCENCIA: UNA RESPUESTA A LA PUBERTAD. Alba Flesler.

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Solemos llamar adolescencia a un momento de la vida que transcurre entre la infancia y la adultez. Su característica fundamental está en su hechura temporal; se la describe como un tránsito, un tiempo de cambios, de pasaje, de preparación para adquirir definiciones, responsabilidades, acceso al ámbito laboral, formación de una familia, independencia de los padres. Se adjudica su inicio a los indicios de los cambios hormonales que se manifiestan en los caracteres secundarios de la sexualidad y su finalización a la inserción en el mundo de los adultos. El tiempo calendario de esa transición se numeraba, hasta hace un tiempo, entre los trece y los dieciocho años, cifras que delimitaban la admisión en diferentes equipos de servicios hospitalarios.

¿Qué alteración sufrieron las edades aceptadas para que estemos hablando de adolescencia tardía?

Debemos admitir, efectivamente, que los jóvenes en nuestros días retardan esas adquisiciones. Es frecuente que lejos de encontrarse encaminados y definidos, vivan de crisis en crisis, sus conductas sean ruidosas, transgresivas más que creativas, que sigan viviendo con los padres pasadas varias décadas, que dependan económicamente de ellos para mantenerse, que cambien de una a otra carrera, que oscilen tambaleantes en sus preferencias, que las elecciones de pareja tarden en estabilizarse y alcanzar definiciones y que posterguen la paternidad hasta edades avanzadas.

Ante tal cuadro de situación evoqué que hubo momentos en la historia de la humanidad en que la niñez desembocaba en la inserción social y laboral plena. Los néoi griegos, por ejemplo, organizaban de un modo fijo sus vidas en torno a la buena caza, entrenamiento que al modo de la iniciación instituía una frontera social entre el niño y la edad adulta indicado por Las Leyes. Del mismo modo, en el mundo romano fuertemente impregnado por la marca de la patria potestad, el poder de los padres, el muchacho que cumplía los quince años recibía la toga libera o toga viril, atuendo que lo introducía plenamente en la vida de la ciudad. No menos determinado era el tiempo y forma de pasaje de la infancia a la adultez para las jóvenes vírgenes. Después de ofrecer sus muñecas y vestir la túnica recta, ellas estaban destinadas a convertirse en seguida en esposas y madres después de la pubertad.

Me pregunté entonces: ¿cuáles son los móviles de ese fenómeno que se revela en nuestros días con el espesor propio de los tiempos inconclusos? y ¿cuáles han de ser las condiciones para alcanzar su conclusión?

Desde el inicio no desdeñé, en la búsqueda de respuestas, algunas de las hipótesis barajadas al respecto por las investigaciones realizadas en el ámbito de diversas disciplinas. Algunas mencionan la incidencia que la prolongación en la esperanza de vida, que alcanzaba apenas los treinta años en la antigüedad y se ha multiplicado por tres en nuestra actualidad, podría haberse convertido en un factor de postergación para asumir las responsabilidades adultas. Otros insisten en colocar la causa en las políticas socioeconómicas, argumentando que, o bien cierran puertas a la salida laboral o bien precipitan su inmersión, impidiendo la independencia de los jóvenes y el acceso a la exogamia. Desde ya, tan valiosos aportes me animaron a buscar especificidades desde la perspectiva del psicoanálisis que entre la estructura universal del ser humano y las contingencias que tejen las vicisitudes históricas, atiende al modo en que lo uno y las otras se enhebran en la singularidad de cada sujeto.

A mi entender, y esto es lo que trataré de desplegar con el acento puesto en la formalización lógica, la pubertad es un tiempo de la estructura del sujeto y como tal es de orden necesario y universal, pero la adolescencia es contingente, ella toma su formato según la particularidad histórica y el discurso predominante. A su vez, y este punto parece relevante para un psicoanalista, en la vida de cada sujeto se enhebra el tiempo estructural y las vicisitudes históricas, de un modo singular.

Desde esas coordenadas, entiendo que la pubertad es un tiempo de despertar y la adolescencia puede ser una respuesta del sujeto, pero no la única.

Lo universal de la pubertad

Desde el título mismo, en su recordado texto sobre el tema (1), Freud resalta ese tono específico de lo puberal signado a transitar una metamorfosis y tendiente a alcanzar una nueva forma para la sexualidad de la infancia. Según describe en sus tres ensayos, las pulsiones, que permanecían latiendo desde el primer despertar sexual, vuelven a despertar con acentuada virulencia. Como un torbellino conmocionan la escena de la infancia, invadiéndola de ajenidad, inquietud y desconcierto. Las formas conocidas del cuerpo se pierden. También las buenas formas. Todo el universo parece comandado por los excesos pulsionales a la búsqueda de su carta de ciudadanía en los nuevos territorios a los que el sujeto se ve impulsado sin registro de conducir. Como aquel que es despertado brutalmente por el sonido estridente de un reloj o por la luz de una cortina abierta inesperadamente, el instante del despertar puberal genera desconcierto, desorientación espacial y temporal y una profunda sensación de desconocimiento del entorno y la escena en la que el sujeto se encuentra.

Confrontado a esa dudosa realidad, en la que todo lo que era ya no es, el pequeño que navegaba en las mansas aguas de la niñez ve tambalear su embarcación en las aguas agitadas del océano pulsional.

¿Hacia dónde dirigirse?

Según afirma Freud la pubertad es un tiempo de elección. Se elige el objeto y también la identidad sexual. Pero ¿cómo hacerlo? El instinto no responde y la pulsión parece ejercer el gobierno de la situación, por eso no extraña que los desbordes de toda índole se hagan sentir con estridente presentación. Excesos orales, bebidas, comidas, cigarrillos y otras consumiciones parecen encontrar una boca siempre abierta para incorporar más y más. Pero a decir verdad, no solo la oralidad sino todos los orificios del cuerpo ven abiertas sus fauces. La tan mentada anorexia y bulimia no dejan de exponer los estragos de una mirada que observa, al modo de un panóptico, la imagen corporal.

Recuerdo el caso de una hermosa jovencita que seguía una dieta estricta a pesar de haber alcanzado el peso acorde a su edad. Preocupada, la nutricionista que la atendía me hizo un llamado telefónico, para preguntar al respecto. Al recibir a la joven le mencioné el asunto, escuchando en su descargo la mentada frase: “pero yo me veo gorda”. Le sugerí entonces dos caminos posibles. “O te derivo a un oculista o tratamos de descubrir qué le pasa a tu mirada que estando flaca te ves gorda”. Felizmente pudo reírse ante mi ocurrencia. Su cuestión no era un trastorno de alimentación sino un tema de imagen corporal. La metamorfosis puberal no coincidía con el cuerpo ideal y martirizaba a la joven con una mirada focalizada en su ineptitud. Al tiempo encontró que su vocación profesional era la fotografía y se abocó con verdadero entusiasmo a ella.

Pero en numerosas ocasiones, el barco del sujeto no halla faro y solo atina a encallar.

Ese era el cuadro de situación cuando los padres de Saúl vinieron a verme. Estaban desesperados. El jovencito de quince años ya había repetido de año y se encontraba al borde de un nuevo abismo. Si no aprobaba las diez materias que se había llevado a examen, corría el riesgo no sólo de volver a repetir ese año sino también de no ver admitida su inscripción en el colegio. Iba a perder escuela, amigos y años de estudio. Curiosamente, su actividad preferida era patinar, y de ese modo transcurría sus días, “patinando”. Jamás lograba concentrarse en el estudio a pesar de intentarlo. Su atención “patinaba”. Al preguntarle por el lugar de la casa donde intentaba estudiar, me respondió que lo hacía en su cuarto. No me sorprendió que al describir el ámbito y sus objetos mencionara que el equipo de música, la televisión y la computadora, todos encendidos, demandaban su atención, hipotecándola. Tímidamente, atinó a confesar que sus padres no le hacían ninguna objeción al respecto y que tal vez alguna interdicción lo ayudaría a desconectarse de tantos estímulos para orientar su concentración.

El fin del derrotero puberal demandará al sujeto tomar una decisión: realizar la elección de objeto de deseo, de amor y de goce, y hacer la declaración de sexo a partir de identificarse con los ideales que definirán para él aquel sexo que llamará propio. Pero la elección reclama instrumentos para canalizar los goces enlazándolos al deseo. Herramientas que el sujeto ha de hallar en la trama de su historia particular, que Freud llamó segunda vuelta edípica, pero no sólo, ni solo. También en el discurso de su época, en los parámetros dominantes trasmitidos por la función paterna.

El objeto de amor, de deseo y de goce, que inicialmente coinciden en el cuerpo de la madre, seguirán destinos variados profundamente dependientes de las vías de redistribución de los primeros goces. La segunda vuelta edípica asienta su trayecto en el camino trazado en primera instancia, sin poder saltear las piedras pendientes que hayan quedado estancas en su recorrido y la metamorfosis puberal siempre incluye cierto suspenso en su trama y en su curso por razones imposibles de reducir a la singularidad subjetiva. Si bien los hilos de la historia de cada sujeto hacen a su hechura personal, no es dable desestimar la incidencia de la época en la metamorfosis puberal. Más específicamente, no es un dato menor a ser considerado, el discurso con que cada tiempo histórico ofrece sus parámetros para la canalización del goce.

Dicho de otro modo, ¿qué ofrece cada tiempo histórico y cada comunidad para orientar el goce hacia nuevas formas una vez que ha sido desorientado del instinto natural en la persecución de sus fines y por qué vía se agencia esa transmisión? Es decir, ¿quién es el agente de tránsito que ordena y ofrece orientación?

La falta de homologación semántica para definir ese momento de la vida nominado como adolescencia no hace más que revelar el valor indicativo de ciertas clasificaciones, como la edad cronológica, a la hora de abarcar un tiempo específico de la subjetividad humana. Acaso ¿los esfuerzos de las más diversas comunidades por establecer procedimientos jurídicos y simbólicos para otorgar continuidad a una etapa de discontinuidades no son reveladores de la esencia de un tiempo signado por ser necesariamente conflictivo?

La adolescencia es un término amplio que reúne a distintos campos del saber. Freud no lo utilizó. Prefirió hablar de pubertad, arrojando claridad y precisiones sobre ese tiempo de la vida signado por el pasaje de la endogamia a la exogamia. Pero el vocablo de dudosa acepción semántica guardó en diferentes tiempos históricos y culturales un sentido diverso. No en todas las culturas se vive ese tránsito de la niñez a la adultez. Según mi experiencia, las contingencias que sufre su derrotero, me refiero a las respuestas que el sujeto encuentra de cara a la pubertad, se presentan en franca dependencia respecto de las versiones que el padre muestra en el lazo social particular de cada tiempo histórico.

Lo particular de la adolescencia

Si se dice que la vida continúa es porque su esencia es la perdurabilidad. En la línea ininterrumpida que la caracteriza, la dimensión del tiempo subjetivo se introduce para el ser humano con la percepción de su condición mortal. Por eso mismo, el perfil de existencia del sujeto está dibujado por lo transitorio y lo impermanente. En definitiva, es bien sabido que no es lo mismo vivir que existir. La vida de una persona puede pasar sin que le pase nada.

Cuando Freud advierte que una de las adquisiciones más importantes pero también más complicadas de alcanzar al concluir la pubertad es el desasimiento de la autoridad de los padres, condición del progreso de las sociedades humanas, no se detuvo a indagar cuáles han de ser las condiciones para ese desasimiento. Tampoco, en esa oportunidad, hizo mención a la importancia que guarda la presencia de esa autoridad en la niñez y los profundos estragos a que conduce su ausencia. El desasimiento de la autoridad de los padres se produce sólo, y sólo si, esa autoridad ha funcionado. Sin ella, el sujeto en lugar de desasirse se deshace.

Al respecto, al indagar en mi práctica del psicoanálisis con niños y adolescentes los tiempos, destiempos y contratiempos en la constitución de la estructura, he podido comprobar abismales diferencias para un sujeto según el tiempo de la vida en que ha alcanzado a dimensionar la estatura del padre.

Pero ¿cuáles son las consecuencias de un descubrimiento precipitado?

Podría aducirse cuán improbable es el hallazgo de una vara justa para tomar con exactitud su medida. No obstante, también es cierto, que la imposible exactitud del cálculo, el hecho constatable de una imposible complementariedad en la relación entre padres e hijos, no impide a los analistas mensurar los efectos que esa falta de proporción determina en la estructura, asimismo las fallas diversas de la función paterna y el tiempo del sujeto en que son descubiertas. Dicho de otro modo, hay fallas y fallas del padre, y tiempos para reconocerlas. Por eso no es lo mismo si el sujeto, en la infancia y en el instante en que despierta a la pubertad, cuenta o no con un padre, con su autoridad que no debe confundirse con su autoritarismo, esto es con un padre autorizado para el ejercicio de su función. Sólo con autoridad y autorizado, el padre realiza su función de agente de tránsito de los goces de la infancia a los de la adultez.

Pero la autoridad del padre no sólo depende de sus singulares atributos, sino también, de los emblemas en que se sostiene su lugar en un determinado discurso histórico y social.

Cada época histórica ha tenido una versión de qué es un padre. Esto equivale a decir que ha tenido una respuesta a la persistente pregunta.

A mi modo de ver, ante la creciente preocupación por la adolescencia tardía, conviene otorgar claridad a la pregunta por qué es un padre para nuestra época y atender al constante rebajamiento, y hasta humillación, que ha sufrido su lugar en nuestros días. Tal cuadro de situación guarda estrecha relevancia en la fractura de los valores emblemáticos para canalizar los goces en la actualidad.

Como decía, será de lo universal en el ser humano a lo particular en que abrevan las contingencias, que en lo singular del sujeto se aunará lo uno con lo otro. Por eso considero que la pubertad es universal, la adolescencia particular y las vicisitudes de su tránsito se asientan en lo singular.

Saber quién es el padre no es sencillo, se dice que es una cuestión de fe; será por eso que, en algunos casos, ese saber deviene discurso religioso. Especialmente, si se llega a confundir, inadvertidamente, fe con creencia.

Jaakko Hintikka, el lógico finlandés heredero de la tradición de Von Wright, en el siglo pasado escribió “Knowledge and Belief”. Desde una perspectiva lógica epistémica, abordó, meticulosamente, la lógica de las dos nociones: saber y creer, considerando un análisis de los términos en tanto modales (2), no descriptivos.

En su famoso texto, apoya sus afirmaciones en el concepto de sentencias máximamente consistentes, piedra angular de la teoría lógico contemporánea. Para Hintikka “un conjunto tal es consistente, si no es contradictorio” (3). Su lógica confronta y distingue, con seriedad y fineza, una teoría de las modalidades epistémicas relativas (4), referidas a lo que sabe cierto sujeto, asiento de una lógica del saber, de las teorías de las modalidades doxáticas relativas, atinentes a lo que cierto sujeto cree según la lógica de la creencia, dependiente de la opinión.

Al seguir los pasos de su abordaje, despertó mi interés un dato curioso. Aunque Hinttikka asimila saber a conocer, no elude mencionar la tesis de John Austin, quien toma el sesgo de acentuar, en los enunciados, la enunciación. El autor de “How to do things with words”(5), afirma que “quienquiera que diga “yo sé que...” no está usando estas palabras para expresar algo verdadero o falso; en todo caso, esta fórmula verbal tiene una función ritual: la de dejar constancia de su autoridad.”

Recorrer la multiplicidad de enfoques colocados en el abordaje del tema a lo largo del tiempo, no solo me resultó apasionante para desenmarañar los términos. Me hizo evidente, sobre todo, el interés que su tratamiento ha promovido en los hombres a lo largo de la historia y la complejidad de sus definiciones.

El debate, y el recorrido por los diversos campos del saber, acrecentó mi perspectiva inicial por interrogar el lugar del padre y su ineludible lugar en el análisis de un niño.

El padre para Lacan es el padre del nombre. Lo escribió Nombre-del-Padre, con guiones, como una unidad, para resaltar la afinidad entre el nombre y el padre. De esa manera, el padre da nombre y también es padre por el nombre. Él es deudor del nombre.

Verdaderamente, fue en los últimos seminarios de su enseñanza que el padre pasó de ser un lugar en el deseo de la madre a tener nombre propio, realizándose su función como nominación. Punto nodal en la teoría del concepto, la nominación, que no debemos confundir con la operatividad significante, cumple su función al enlazar lo Real. Pero, ¿qué Real? Lo Real del goce.

Al decir “yo soy tu padre”, quien lo enuncia, hace con su decir, que su deseo no sea anónimo. Asimismo, al nombrar hijo al niño que tuvo con una mujer, su deseo deja de ser privado y se inscribe en lo público social. Dando ese magno paso, recorta goce en tres vectores: en dirección al hijo, al indicarle una con la que no ha de gozar: “Con esta que es tu madre, no, es mi mujer,”. En el vector de la madre, al hacerla no-toda madre, cuando la desea como mujer. Y el de él mismo, colocándose ante la castración que delimita la père-versión y orienta el goce enlazado al deseo (6).

Esta trama, direccionada por la nominación, reclama, sin embargo, ciertas condiciones para su realización. En primera instancia y como condición sine qua non, el enunciado “yo soy tu padre” se sostiene, si y sólo si, funciona la autoridad que da respeto y amor al padre. Esto implica, a su vez, que el sujeto responda otorgándole, inicialmente, creencia a su decir.

El ensayo freudiano de 1905, deja asentadas las causas para lo antedicho; en él quedan expresamente subrayados algunos puntos esenciales de índole metapsicológica: la pulsión humana no es subsumible al instinto, Trieb no es igual a Instinkt, el cuerpo erógeno no es el soma, el despertar no es equiparable al estar despierto, uno es un tiempo puntual y el otro un estado, es diferente encontrar que hallar el objeto, el objeto de amor no coincide con el de deseo y fundamentalmente, la elección en el terreno de la sexualidad y de la vida misma es una libertad profundamente condicionada y dependiente de la consumación de determinadas operaciones psíquicas. El campo del Instinkt define sus leyes por la lógica de la exactitud. Guiados por una linealidad constante, los individuos del mundo animal jamás padecen de desorientación salvo cuando conviven con los hombres. Por eso la orientación, sea vocacional, sea para padres o de cualquier otra índole, es una propuesta surgida de la ocurrencia humana y de la constatación de aquello que el ser humano pierde inexorablemente al acceder a la existencia, esto es la connaturalidad con el instinto en sus formas puras. Todas las premisas basadas en la orientación natural del instinto, desde el materno, pasando por el alimentario o las más variadas manifestaciones del erotismo y la sensualidad, se ven contradichas en la vida cotidiana de todos los pueblos y todas las épocas. La humanidad toda alcanza su condición trastocando instinto por pulsión. Y ésta última, sólo encuentra constante uno de sus ingredientes constitutivos: la tensión constante, konstante Kraf, que tiñe la satisfacción alcanzada de un tinte siempre parcial. Pero el Objekt y el Ziel, el objeto y el fin, otros dos elementos de la pulsión, se muestran definitivamente variables.

Por ese motivo, desde el inicio, para elegir un objeto, el sujeto requiere brújula e instrumentos de navegación. Y si bien es cierto que, aún contando con ellos pueden sobrevenir tormentas y temporales imprevistos ante los que el sujeto se encuentre adolescente, la travesía diferirá en su derrotero según cuente o no con instrumentos orientadores. Las vicisitudes de la pulsión no siguen un sendero natural sino las marcas y mojones de la huella humana. Desde la cuna hasta la cama, las metamorfosis progresan si hay progresión de los tiempos del sujeto, jamás lo hacen por pura evolución.

Por otra parte no menor en importancia, con la pérdida del instinto, también se pierde la estricta legalidad que regula las funciones del organismo, el tejido humano se convierte en cuerpo erógeno. Hasta los órganos internos pueden considerarse zonas erógenas, aclara Freud con maestría, abriendo un sesgo de investigación para los llamados fenómenos psicosomáticos. Su apreciación no resulta tan enigmática si reconocemos que las vías por las que un cuerpo se erogeniza no se reducen al toque de las manos. El lenguaje con sus eficacias toca nuestro cuerpo desde el origen de la vida, determinando el acceso a los goces, definiendo también, cuáles goces serán admitidos y cuáles interdictos. De ese modo, en el comienzo, será la universal prohibición del incesto, inherente a la función paterna, la que introduzca la legislación y el orden para el disfrute de los cuerpos al indicar límites a la satisfacción en el cuerpo de la madre. Si la primera vuelta edípica crea diques y abre la puerta para ir a jugar, también otorga una promesa futura de alcanzar en otro cuerpo la gratificación denegada.

Lo singular del sujeto

El psicoanálisis no solo introdujo una herida narcisista al yo soberano sobre cuyo pedestal nuestra humanidad ha querido entronarse, también asestó un duro golpe a la naturaleza humana al mostrarnos cuán alejada está ella de ser natural, hasta qué punto su esencia está privada de ser espontánea, como querría aseverar una psicología evolutiva. El psicoanálisis no se ha reducido a acentuar la profunda e inevitable escisión del ser humano, su profunda determinación inconciente, ha cuestionado, también, nuestro rasgo más íntimo, nuestro reducto más incuestionable, nos ha develado que no se nace humano, que lo humano se hace. Y para ello hace falta tiempo, el tiempo que hace falta no es un tiempo continuo, es un tiempo de discontinuidades, tiempos de operaciones, de operaciones necesarias para la producción de la estructura y, por ende, de operaciones no garantizadas.

Es decir, podríamos decir que estas operaciones pueden o no realizarse.

Desde el tiempo de la infancia a la constitución de la neurosis infantil los tiempos implican redistribuciones en los goces que no siempre se alcanzan.

Llamamos neurosis infantil a un tiempo que no coincide con la infancia, es una adquisición que se produce, que es producto, justamente de un tiempo posterior a la infancia.

Suelo decir que atiendo niños. Pero ante la pregunta por las edades de mis pacientes, reconozco que los niños que atiendo tienen entre tres y ochenta y dos años. Con otras palabras, me refiero a que la edad cronológica, los años de vida de nuestros pacientes no es subsumible por completo a los tiempos de existencia de un sujeto.

Sin desdeñar lo antedicho y a pesar de considerar que los analistas siempre atendemos al niño cuando nos ocupamos de la neurosis infantil del adulto, no parece posible abordar psicoanalíticamente a un niño o a un adolescente del mismo modo como lo hacemos con un adulto. La imposibilidad, a mi entender no debe adjudicarse ni a la impericia de los analistas para tratar al niño como un sujeto de pleno derecho ni a la impotencia del acto analítico. En todo caso, ella responde a las razones de una estructura, la humana, que se estructura en tiempos. Tiempos del sujeto, del objeto y del Otro.

¿Cuál es la consecuencia de pensar a nuestro adolescente según los tiempos del sujeto, del objeto y del Otro?

En principio, localizar especificidades permite decidir diferentes operaciones en nuestra intervención prescindiendo de cualquier apelación a la especialidad en psicoanálisis. Luego, desconocerlos, puede invitar la lógica del agrupamiento, a clasificaciones que aplastan en sentidos unívocos al sujeto coagulando su alienación. Niños, adolescentes, adultos podrían cristalizar en especialidad la especificidad en psicoanálisis: la especificidad de las posiciones del sujeto en la estructura del discurso y del acto analítico que a él dirige su eficacia.

Especificidad de una clínica que reconocedora de los tiempos del sujeto, lejos de acomodarlo al contexto habitual ubica en el centro de la eficacia del acto analítico al sujeto e interviene descoagulando cualquier sentido que detenga su efectuación. El oficio del analista está en oficiar este viraje.

Alba Flesler. Escuela Freudiana de Buenos Aires.

NOTAS:

(1) Freud, Sigmund: “Tres ensayos de teoría sexual”, parte III: “Las metamorfosis de la pubertad”, 1905, Obras Completas, Amorrortu Editores. Buenos Aires, 1985, T.VII.

(2) Hintikka, Jaakko: “Saber y Creer, Una introducción a la lógica de las dos nociones”, Editorial Tecnos, Madrid, 1979, Pág. 12.

(3) Ibíd. Pág. 19.

(4) Ibíd. Pág. 16.

(5) Hay versión en castellano, Austin, J. L.: “Palabras y Acciones, Cómo hacer cosas con palabras”, Editorial Paidós, Buenos Aires, 1971.

(6) Flesler, Alba: “El Padre, Saber y Creencia”, inédito.