PERVERSION, MIRADA Y PLUS DE GOZAR. Daniel Zimmerman.

Nuestro desarrollo toma como punto de partida la indicación de Lacán de que es en la perversión donde el plus de gozar se devela bajo una forma desnuda. A este propósito, recordemos que el sujeto perverso dedica todo su esfuerzo a los fines de obturar la falla del Otro.

Desplegaremos nuestra interrogación en el terreno que nos ofrece el campo escópico: aquél en el que se recorta la mirada como la más inasible de las especies del objeto a. Nos serviremos, entonces, de la mirada como guía para plantear la cuestión sobre el goce.

Y para aproximarnos a la articulación lógica de esta cuestión, la abordaremos por la vía privilegiada que nos ofrece la ficción; en esta ocasión, una ficción literaria: la novela de Italo Calvino “Si una noche de invierno un viajero”. De ella tomaremos el capítulo titulado “Sobre la alfombra de hojas iluminadas por la luna”.

Como parte de su formación académica, el narrador pasa una temporada en casa de su maestro, el señor Okeda, quien vive con su esposa, la señora Miyagi, y su hija Makiko.

Aunque se trata de un trabajo mal remunerado y sin mayores perspectivas para su carrera, retrasa de semana en semana su decisión de renunciar: “Por la noche, durante la cena, el señor Okeda examinaba nuestros rostros como si en ellos estuvieran escritos los secretos del día, la red de deseos diferentes y sin embargo enlazados entre sí en la que me sentía envuelto. Y comprendía que esa red que me retenía era él, el señor Okeda, quien iba apretándola malla a malla”.

El protagonista, no por casualidad un Sin Nombre, sabe pero no puede actuar en consecuencia. Instalado de lleno en la escena del deseo, interroga la frontera que se abre entre el saber y el goce. Supone la existencia de verdades ocultas que pueden llegar a ser sabidas. En consecuencia, resultará presa fácil para un discurso que se presenta como dueño de un savoir faire con el goce.

“Makiko, la hija del señor Okeda, vino a servir el té. Mientras se inclinaba, vi sobre su nuca desnuda bajo el pelo recogido en lo alto una fina pelusita negra que parecía continuar a lo largo de la espalda. Estaba concentrado mirándola cuando sentí sobre mí la pupila inmóvil del señor Okeda que me escrutaba. No aparté la mirada: la impresión de aquella pelusa tierna sobre la piel clara se hubiera apoderado de mí de modo imperioso; por otra parte, al señor Okeda le habría resultado fácil llamar mi atención sobre otra cosa con una frase cualquiera, pero no lo hizo”.

Se produce un corte en lo que se ofrece como imagen; algo se abre más allá. Esa fina pelusa desgarra el campo de la visión y habilita el pasaje de la belleza de Makiko a la función de mancha propia de la mirada.

Makiko termina de servir el té y se levanta: “Miré fijamente un lunar que tenía sobre el labio, a la izquierda, que me devolvió algo de la sensación anterior, pero más débil. En ese instante, Makiko me miró turbada; y, a continuación, bajó los ojos”.

La pelusa, el lunar fascinan al estudiante: lo miran; capturan su existencia subjetiva apremiándolo a manifestarse deseante. Función de mancha que resulta incompatible con el mantenimiento de la imagen narcisista y cuyo efecto Makiko siente de inmediato.

“Por la tarde hubo un momento que no olvidaré fácilmente, aunque al contarlo parezca de poca importancia. Paseábamos por la orilla del pequeño lago, con la señora Miyagi y Makiko. El señor Okeda caminaba solo delante, apoyándose en su bastón. En medio del laguito habían brotado dos flores carnosas de un nenúfar, y la señora Miyagi expresó el deseo de tomar una para ella y otra para su hija.

Arrodillado en una roca de la orilla, me incliné hasta tomar la rama más próxima del nenúfar flotante y tiré de ella con suavidad. La señora Miyagi y su hija se arrodillaron también y alargaron las manos hacia el agua, dispuestas a atrapar las flores cuando éstas hubieran llegado a la distancia justa. Las dos mujeres se mantenían a mi espalda tendiendo los brazos la una hacia un lado, la otra hacia el otro. En cierto momento sentí un contacto en un punto preciso, entre el brazo y la espalda, a la altura de las primeras costillas; más aún, dos contactos distintos, a la izquierda y a la derecha. Por el lado de la señorita Makiko era una punta tensa y como pulsante, mientras que por el lado de la señora Miyagi una presión insinuante, un roce. Comprendí que por una rara y amable casualidad había sido rozado en el mismo instante por el pezón izquierdo de la hija y por el pezón derecho de la madre.

- Alejen las hojas, y el tallo de las flores se doblará hacia vuestras manos, recomendó el señor Okeda; limitándose a aconsejar a las dos mujeres ese movimiento que prolongaba la presión de sus cuerpos sobre el mío, cuando habría resultado muy fácil acercar la planta acuática a la orilla con su bastón. El éxito en la captura de los nenúfares descompuso el orden de nuestros movimientos: mi brazo derecho se cerró sobre el vacío, mientras que, al caer hacia atrás, mi mano izquierda encontró el regazo de la señora Miyagi que parecía dispuesto a retenerla, con un dócil estremecimiento que se comunicó a toda mi persona. En ese instante se jugó algo que tuvo posteriormente consecuencias incalculables.

Durante los días siguientes me ocurrió muy a menudo encontrarme solo en casa con las dos mujeres, porque el señor Okeda había decidido realizar personalmente en la biblioteca las investigaciones que hasta ahora habían sido mi principal tarea, y prefería en cambio que yo me quedase en su despacho para ordenar su fichero. Tenía fundados temores de que el señor Okeda hubiese intuido mi intención de apartarme de su escuela para acercarme a círculos académicos que me garantizasen una perspectiva de futuro. Y no me cabía duda de que quería tenerme todo el día en su casa para impedirme alzar el vuelo y para frenar mi independencia de ideas como había hecho con otros discípulos suyos”.

El protagonista supone que su maestro sabe lo que él quiere. Por su parte, la hospitalidad que le ofrece el señor Okeda excluye absolutamente todo cuanto le concierne en tanto sujeto. El joven lo sabe; pero, sin embargo, posterga su acto.

“Ciertamente, quedarme demasiado tiempo bajo la tutela intelectual del señor Okeda me perjudicaba. Era preciso que me decidiera cuanto antes a despedirme del señor Okeda; y si lo retrasaba era sólo porque las mañanas en su casa mientras él no estaba provocaban en mí un estado mental de agradable exaltación, aunque poco beneficiosa para el trabajo”.

Capturado por el espejismo de omnipotencia del Otro, su decisión queda impedida; aquella acogedora vivienda oriental se revela semejante en todo a un castillo kafkiano.

“En efecto, en mi trabajo estaba con frecuencia distraído; buscaba cualquier pretexto para ir a las otras habitaciones donde habría podido encontrar a Makiko, sorprenderla en su intimidad durante las diversas situaciones del día. Pero más a menudo hallaba tras mis pasos a la señora Miyagi quien me entretenía con su conversación”.

A la espera de que se le demande lo que concierne a su deseo, buscará su lugar en el Otro escapando del goce.

“Una tarde me encontré charlando con Makiko sobre el lugar más adecuado para observar la luna. Yo sostenía que en el jardín bajo los árboles el reflejo sobre la alfombra de hojas caídas difundiría la claridad lunar en una luminosidad suspensa. Había una intención concreta en mis palabras: proponer a Makiko una cita aquella noche. La muchacha replicó que era preferible el laguito, ya que la luna otoñal se refleja en el agua con contornos más netos. Estuve de acuerdo, puesto que el laguito despertaba sensaciones delicadas en mis recuerdos. Como si mis fantasías la hubieran alcanzado, Makiko se echó de repente hacia atrás y salió de la habitación. Me dispuse a seguirla.

La señora Miyagi estaba en la habitación vecina, sentada en el suelo sobre una estera, dedicada a colocar flores y ramas otoñales en un jarrón. Avanzando como un sonámbulo me la encontré acurrucada a mis pies sin darme cuenta y me detuve apenas a tiempo de no chocar con ella y no derribar las ramas golpeándolas con las piernas. Mis pasos atolondrados me llevaron a echarme sobre ella de aquel modo. La señora, sin alzar la mirada, agitó contra mí la camelia que estaba colocando en el jarrón, como si quisiera pegarme o incluso jugar, incitar con un azote-caricia. Yo bajé las manos para tratar de salvar del desbarajuste la disposición de las hojas y de las flores; y ocurrió que una mano mía se introdujo confusamente entre el kimono y la piel desnuda de la señora Miyagi.

Estábamos dedicados a estos ejercicios cuando, en el vano de la puerta de corredera, apareció la figura de Makiko. Evidentemente la muchacha había permanecido a la espera de mi persecución y ahora venía a ver qué obstáculo me había retenido. Se dio cuenta al punto y desapareció, pero no tan pronto como para no darme tiempo a advertir que algo en sus ropas había cambiado: había sustituido el jersey ajustado por una bata de seda que parecía hecha adrede para no estar cerrada.

-¡Makiko! -grité, porque quería explicarle (aunque verdaderamente no habría sabido por dónde empezar) que la postura en que me había sorprendido con su madre se debía sólo a un casual concurso de circunstancias que había hecho desviarse por caminos oblicuos mi deseo apuntado inequívocamente sobre ella, Makiko.

La señora Miyagi debió haberlo advertido, pues agarrándose a mis hombros me arrastró consigo sobre la estera. Era de una agilidad disparada, la señora Miyagi: sus pies con los blancos calcetines de algodón se cruzaban sobre mi hueso sacro apretándome como en una prensa.

Mi llamada a Makiko no había sido desoída. Tras el panel de papel de la puerta corredera se dibujó el perfil de la muchacha que se arrodillaba en la estera, adelantaba la cabeza y asomaba el rostro, sus ojos desencajados siguiendo nuestros movimientos en una mezcla de atracción y disgusto.

Pero no estaba sola: más allá del pasillo, en el vano de otra puerta una figura de hombre estaba inmóvil en pie. No sé cuánto tiempo llevaba allí el señor Okeda. Miraba fijamente, no a su mujer y a mí, sino a su hija que nos miraba. En su fría pupila, se reflejaba el derretimiento de la señora Miyagi reflejado en la mirada de su hija”.

El señor Okeda interroga en su hija aquello que no puede verse. Interroga lo que falta en el Otro para restaurar su completud. Mediante su maniobra, el objeto perdido es vuelto a encontrar. En la mirada de su hija recupera un goce que lo fija hasta el punto de volverlo tan inerte como un cuadro.

Nada hay más sublime para él que ser sorprendido por su alumno en la posición en que se encuentra: él mismo reducido a ser todo mirada oculta. Reposición en el Otro de la mirada que revela en su accionar el costado que él ignora: su consagración absoluta a que el Otro goce.

“Vio que yo lo veía. No se movió. Comprendí en ese instante que no me interrumpiría ni me expulsaría de su casa, que jamás aludiría a este episodio ni a otros que pudieran verificarse y repetirse; comprendí además que esta connivencia no me daría el menor poder sobre él ni haría menos pesada mi sumisión. Era un secreto que me ataba a mí a él pero no a él a mí: a nadie habría podido revelarle yo lo que él estaba mirando sin admitir por mi parte una complicidad indecorosa”.

El accionar del señor Okeda tiene una intención demostrativa; como lección decisiva de su tarea de instrucción, procura demostrar a su alumno dónde se refugia del goce. Y tan seguro está sobre la materia, que pone en práctica el experimento que prueba cómo conseguirlo.

El joven advierte entonces que está enredado en una maraña de malentendidos: Miyagi sabe bien que él no ve más que por los ojos de su hija; ahora Makiko lo considera uno de los tantos amantes de su madre; y en breve, los chismes de los círculos académicos abundarán en calumnias sobre sus visitas a la casa del señor Okeda. Encrucijada angustiosa que apremia al protagonista a sostener la apuesta por su deseo.

Con el lunar de Makiko en sus ojos pero apresado en la piel de Miyagi, el joven estudiante suspende el goce y rehuye la cita sobre la alfombra de hojas iluminadas por la luna. En su afán de saber, se ha dejado llevar por el goce del sujeto supuesto saber.

Por su parte, el señor Okeda ha convertido ese paisaje otoñal en un escenario para sustraer goce. Y hace de la mirada el instrumento para obtenerlo.

En aquella mezcla de incomodidad y atracción, Makiko queda cautivada en la creencia de estar frente a una mujer que sabría lo que es necesario para el goce del hombre.

Y, más allá de su propia implicación en la escena, resulta el blanco apropiado para el accionar de su madre. Es sin duda su víctima; pero no tanto porque la señora Miyagi busque incomodarla, sino como referencia al joven que, a pesar de todo, no deja de mirarla. A su manera, también la señora Miyagi se desvive por el goce del Otro.

El objeto a constituye la postura de la apuesta. En el límite que la barrera del placer impone al goce, soporta la cuestión del goce. Se trata de distinguir al servicio de qué.

Daniel Zimmerman. Reunión Lacánoamericana de Psicoanálisis de Florianópolis, Octubre 2005.