TIEMPOS EN LA CONSTITUCIÓN SUBJETIVA. Mariela Weskamp

Tiempo de Lectura:19 min.

¿En qué se parecen un bebé y un cepillo?― me pregunta un paciente de ocho años al final de una sesión. Y responde:

En que los dos cepillan.

Me río con él por el chiste pero, sobre todo, aliviada porque pienso que mis preocupaciones en relación a cómo se está estructurando este niño fueron exageradas.

De todas formas no me lo creo y, a la vez siguiente, pregunto:
¿Cómo era ese chiste que me contaste?, me lo olvidé.

Lo repite. Pongo cara de que no entiendo bien dónde está la gracia.
No entendés ―dice― El cepillo cepilla y el nene cepilla con el cepillo. (Hace el gesto de cepillarse el pelo).

Me entero entonces que esto que escucho como un chiste es algo que él copia de un programa de televisión.


Nos divertimos frente a la lógica dificultad de metaforizar de un niño pequeño, pero cuando esto acontece con un niño de ocho años no nos da tanta gracia y, en un adulto, esta imposibilidad de juego significante nos llevaría a dudar de estar frente a un semejante, frente a un neurótico con quien compartir un chiste.

A un niño muy pequeño, un niño en tiempos instituyentes, el chiste no lo sorprende, no le produce placer.
Primero, si todo funciona más o menos bien, lo cómico desencadena la risa. Serán necesarias varias vueltas y reiteradas pérdidas para jugar con significantes en el chiste, ya que aquí se juega una dimensión de la separación entre el sujeto y el Otro sólo posible en tiempos de apropiación de las marcas.


¿Por qué lo que en una edad de un niño nos divierte en otra nos preocupa?
Porque suponemos que no está a su tiempo: el tiempo de sus congéneres.

Creo que la necesidad de plantear tiempos lógicos ―frente a la degradación de la obra freudiana por las psicologías ha hecho caer en el extremo de pensar que la cronología no entra en la cuenta, desestimando un real que no solamente pone a prueba la estructura sino que hace a su efectuación.

Desde la clínica con niños podemos leer tiempos en la constitución subjetiva que se suceden en forma discontinua y que no necesariamente se realizan. Son distintos tiempos de la escritura de la falta.

Los tiempos de la constitución pueden pensarse como los de la apropiación de la estructura que está desde el inicio, la del Otro. La apropiación se soporta en el tiempo real, se despliega en la cronología.

En la clínica nos encontramos con niños en los que no hay apropiación de la palabra, pero leemos en sus juegos que el significante Nombre del Padre está operando.

Otros, además de no articular palabra no se mueven, no juegan. Nos hacen pensar que aún no hay inscripción del rasgo unario o que fallan operaciones fundamentales.

Algunas veces, en el trabajo con niños pequeños, luego de un encuentro propiciatorio, algo se inscribe y permite la estructuración.

¿Por qué es tan distinto el pronóstico al trabajar con edades más tempranas?

Pareciera que en tiempos instituyentes la estructura aún no está sellada. Lo que nos permite no sólo asistir sino ser agentes de momentos de corte y viraje estructural.

A partir de esta clínica he pensado en hablar de detención en la constitución subjetiva. Detención de operaciones que luego podrán producirse. Distinto a forclusión, en donde hay una operación que, por no producirse cuando debería, sella la estructura.

Cuando decimos niños pequeños nos referimos a distintos tiempos de constitución y dependerá no sólo de su posibilidad estructural sino de su tiempo el que un niño presente o no formaciones del inconsciente. Cuando las hay, nuestro trabajo es aquel para el que fuimos hechos. Los casos en los que no hay formaciones del inconsciente nos confrontan con el límite del inconsciente en el punto de su no constitución.

Si para que el inconsciente se constituya es preciso que haya separación entre cuerpo y goce, podría pensarse que a partir de esta operación el tiempo empieza a contar. Cuando la operación falla, el cuerpo parece detenido en otro tiempo, en el tiempo mismo del goce, en donde las horas pasan pero no producen efecto. Aquí se ubican ciertos retrasos, niños en los que su edad cronológica no se corresponde con su tiempo del juego.

¿Qué hacemos con estos pacientes que no se ajustan al dispositivo? Aquí podemos intervenir desde el deseo del analista para permitir el avance en la estructuración subjetiva desde el punto de su detención.

En relación con los tratamientos posibles, desarrollo aquí fragmentos de un material clínico, limitándome a situar algunas intervenciones que produjeron efecto.

Conozco a Mariano a los cinco años. Sus padres habían venido a pedirme, sin consultar nada, que le haga un psicodiagnóstico para el colegio. Digo sin consultar ya que ellos saben la causa de sus problemas de lenguaje: “Es hereditaria”. Él es adoptado y, dado que en su familia biológica todos hablaron tarde, se trata de esperar.

A lo largo del tratamiento escucho, entre el decir de los padres y el padecimiento de Mariano, un abismo tal que me permitirá afirmar que no hay ningún reconocimiento subjetivo de este niño.

El padre está señalado, desde la madre, por un lado como el que no puede tener hijos, y por otro como que “con él no pasa nada”. El padre, triste y resignado, dice que ella decidió la adopción, que el niño “es más de ella”. Aparece así devaluado en su función, señalado desde la madre como impotente, siendo ella la que tiene la palabra, el saber.

¿Cuál es la posición de la madre? Responde renegando, al tiempo que escucho puntos forclusivos en su discurso.

Hablo de renegación porque cada vez que se le impone un límite ―desde el colegio, desde el tratamiento, desde cualquier lugar―, ella lo transgrede y cada vez que el niño da una respuesta que le resulta decepcionante, en ese lugar ella alucina un niño, otro, no pudiendo reconocer a Mariano, no pudiendo mirarlo. Ella reniega permanentemente de las respuestas que él da y no puede escuchar, ni ver lo que hace o produce. Lo ve donde ella alucina al otro.

Escucho puntos forclusivos en su discurso porque explica la causa de cada conducta de Mariano a partir de su certeza de que “la madre biológica tiene que estar en ese momento embarazada”.

En el único punto en que me pide saber, es acerca de cómo contarle a Mariano lo que ella llama “su historia”. Está empecinada en que sepa acerca de su origen y para esto le pasa permanentemente un video del momento en que se efectuó la adopción, esperando que esto lo lleve a preguntar; “pero no pregunta nada”. Ella le supone un saber, le adjudica un saber más allá de lo que se transmita por su palabra.

Además, para explicarle acerca de su origen, lo único que le dice todo el tiempo es que estuvo “en otra panza”, en lugar de ubicar allí otra madre, otra mujer, no pudiendo velar con ninguna imagen este real de la panza.

En los tiempos iniciales de su tratamiento, mariano despliega una intensa actividad sin hacer juego con nada: saca, pone, guarda, tira, arrastra todo. No hay nada que le llame especialmente la atención, que lo haga detenerse, que pueda ser mirado.

En este movimiento permanente me demanda que lo mire. Esta demanda de reconocimiento que comienza a esbozarse va a permitir que, con el tiempo, situándome en ese lugar y mirándolo, apostando a producir efectos subjetivos, el registro imaginario (que no estaba constituido) se organice.

Habla con frases cortas, en las que es difícil entender su sentido porque su articulación vocal es mala. No puede relacionarse a través de la palabra.

Si intervengo de cualquier manera, afirmando, negando o preguntando, esto no produce en él respuesta, y sus frases se continúan unas a otras sin hilván, en una metonimia permanente; son enunciados sin enunciación. Habla sin decir, no se apropia de la palabra.

Me llama poderosamente la atención que cada vez que uso el recurso de contar una pequeña historia para que él intervenga, la rechaza de plano, y superpone inmediatamente su voz a la mía como defendiéndose de lo intrusiva que le resulta.

En este tiempo sitúo dos goces distintos, el de la voz y el de la mirada. No soporta que lo deje de mirar y no soporta mi voz.

No hay recorte de la voz, pérdida que se inicia en estos primeros juegos verbales del bebé y que remite a la adquisición del lenguaje en tanto puro significante. En Mariano, la voz no es soporte de la palabra sino que delata la presencia intrusiva y gozosa del Otro.

En el punto en que es objeto del fantasma materno no hay separación entre cuerpo y goce, aún no hay pulsión escópica ni pulsión invocante. Pareciera que en el otro está encastrada la voz; el Otro no habla con significantes, no abre a otros sentidos sino que el sentido aparece cristalizado, coagulado.

La Mirada no encuadra lo real, no hay recorte dado por la mirada; al verse todo nada se mira.

Esto me remite a pensar que para percibir no alcanza con que los órganos funcionen normalmente. En un niño sano, la percepción no se organiza si no es a través de la palabra de un Otro deseante. De no ser así, el goce impide que la percepción se organice. No hay un orden que establezca diferencias.

Lo que puedo escuchar en sus padres, es que Mariano no ha sido sostenido por una verdadera Mirada de reconocimiento. El padre no lo reconoce como propio y la madre lo ve donde ella puede verlo, nunca lo mira. Esta mujer sólo puede de este niño tomar bellas fotos que me muestra, al tiempo que dice “¿Te parece que este nene tenga algo que le impida entrar a primer grado?”, convocándome a confirmar el rechazo de la castración.

A él, evidentemente, no le falta nada. Ella imprime un sentido, no lo mira porque este niño no le hace falta. Lo ve siempre en el mismo lugar, cristalizado en la foto, lo ve idéntico; en la madre no hay metáfora.

En este tiempo Mariano, que tiene cinco años, no reconoce colores ni formas, todo vale igual. Es porque hay una falla en la privación que nada falta, no hay un casillero vacío, no falta nada en lo real.

Toma grandes ladrillos de colores y los apila sin sentido, sin darles forma.Tiempo in-forme, de la presencia de un real pulsional, en donde no se anuda lo simbólico con lo imaginario dando forma, dando sentido.

El dibujo es solidario de este tiempo del juego. No hay inhibición alguna en las rayas que llegan a romper la hoja, que no discontinúan, que no hacen marca. Es la pulsión en bruto que descarga en el papel sin corte alguno.

Tomo los ladrillos por él desparramados y empiezo a inventar túneles, que recortan el espacio, para un tren en el que pongo todo mi interés. Armo encastres, edificios con los ladrillos, nombrando y separando colores y formas para introducir, con mis intervenciones, algún orden simbólico que propicie el acotamiento del goce pulsional.

Digo, a través del juego, que con todo no se puede jugar. A partir de que elijo algunos objetos digo “no todo”. Enunciado que si se verbalizaba no producía ningún efecto. Introduzco la privación en acto y retroactivamente podré leer que estas intervenciones organizaron, que la privación operó recortando el goce, permitiendo que la percepción se organice.

Entonces, unos meses más tarde en el todo recortará un tren. Ese tren libidinizado por mí adquiere para él valor libidinal.

El primer juego será poner varillas de plástico adentro de los vagones, separándolas y ordenándolas por color. Tiempos iniciales del jugar en donde se pone en juego la oposición.

A partir del recorte del espacio que le propongo a través del juego, con estos túneles que armo, se introduce la diferencia entre adentro y afuera. Este límite produce una organización de lo imaginario que posibilitará que reconozca colores y formas porque ya hay algo del objeto real que él pudo perder.

Es porque lo imaginario se constituye que, en este tiempo del dibujo, Mariano va a empezar a hacer círculos.
Recorte del espacio que marca otro tiempo de la falta del objeto.

Les pongo nombre a sus círculos y, entonces, él va a comenzar a darles un sentido a estos primeros trazos. Las marcas que él puede empezar a hacer son efecto del tratamiento. El que yo lo reconozca. Lo mire y de nombre a su producción va a permitir que él oriente su trazo, que le dé una dirección.

Las intervenciones que producirán efecto serán aquellas en donde apunto en la dirección de rescatarlo de este lugar de objeto, apostando a producir efectos subjetivos. Por ejemplo: para Mariano la finalización de la sesión estaba fijada porque su mamá viniera a buscarlo. Ella, por su parte, nunca pudo respetar el horario; era necesario que yo le reiterara, cada vez, a qué hora debía venir. Horario que, de todas maneras no cumplía, llegando a irrumpir en el consultorio en cualquier momento.

¿Qué puedo hacer con Mariano frente a este Otro arrasador, gozador, que encarna la madre?

Intervengo aquí para horadar al Otro en lo real ubicándome en la transferencia como semejante.

En este punto hago aparecer al reloj, ubico al Otro en el reloj y enuncio que todos estamos sujetos a su ley inclusive su mamá, que tiene que esperar si llega antes. Aparezco aquí sometida como todos a una ley simbólica, no inventando sino transmitiendo. A veces digo: ―¡Qué pena!, con lo divertido que es este juego. No podemos seguir jugando, mirá, ya es la hora.

Estas intervenciones producen acotamiento del goce, ya que luego podrá preguntarme si es la hora y pedirme que nos fijemos en el reloj para saber si pude seguir jugando. En él se inscribe un límite. Límite que su madre no puede soportar y transgrede una y otra vez.

Me parece interesante este tiempo porque ya no va a demandar que lo mire permanentemente, sino que me muestra sus círculos. Luego me pedirá que le dibuje el tren y entonces va a detener su mirada en mis dibujos, los copia y se los apropia comenzando a dibujar formas por primera vez. Formas de trenes.

Es otro tiempo de la falta de objeto, en el que hay pasaje del objeto real a mi dibujo, y de mi dibujo a sus propios trazos. Son pérdidas que implican ganancia subjetiva.

Tiempo después el tren se pone en marcha. Ya es un tren, pero el recorrido será siempre el mismo.
¿Adónde va? ―pregunto.
Acá. ―, señala la mesa.
¡Dale que es la estación! ―propongo ante su falta de propuesta.

Intervengo proponiendo y no espero, porque su falta de respuesta no se trata de una inhibición en el jugar: se debe a que no hay recursos subjetivos.

Yo apuesto a que se apropie de lo que propongo, a que no responda como un reflejo desde la imitación, sino que inscriba diferencia. Por supuesto que es una apuesta.

Ofrezco muñequitos que él pondrá y sacará igual que las varillas, ya que los juguetes no le significan nada. El tren se mueve porque tiene ruedas, pero no va a ningún lado. Los muñecos no tienen vida

En este punto de detenimiento pongo en escena dos títeres, y él los toma. Los llama “flor” y “perrito”. Me da la flor y elige el perrito.

Hola perrito ―le doy voz a la flor.
Silencio.
¿Qué pasa perrito?, no me contestás.
No tiene boca ―, me aclara Mariano.
No importa ―digo ―Se la dibujamos.
Le dibujo la boca con un marcador y le invento una voz.

La flor habla, y como el perrito no contesta, dice:
Te estoy hablando, perrito, ¿no me escuchás? No te hagás el tonto perrito, sé que me estás escuchando.
¡No soy ningún tonto! ―, contesta enojado Mariano.
Ya sé que no sos tonto, perrito, por eso te digo que no te hagas.

Intervenir apostando al desdoblamiento permitió, además del enojo, que pueda jugar un papel, que le dé voz al títere, y que juegue a ser... el perrito.

Una y otra vez pide la repetición de este juego. El perrito llama a la florcita y, a su decir, “se hacen amigos”, hacen viajes en el tren y se hablan. Los personajes ya se mueven en la escena.

Este juego recorta la voz y posibilita que, a partir de este punto, por fin podamos hablar, respondiendo él si comento o pregunto; luego pide que le cuente, comienza a tener ganas de charlar.

Es interesante porque en este tiempo, antes de dibujar anticipa lo que va a hacer. Dice: “quiero dibujar un payaso”, que aparece como forma propia. Anticipa lo que va a hacer, ahora sostenido en la fantasía.

Si se inicia el juego de personajes es porque puede dejar de ser idéntico. La imagen ya no está cristalizada, puede moverse en la escena. La distancia con el Otro es mayor.

La apuesta a que no quede fijado a un único sentido permitió que en algún punto se produzca un desajuste entre lo que el yo es y lo que debería ser. Separación entre el sujeto y el yo que permite el inicio del juego de personajes.

Entonces, es por ya no estar congelado en la foto que en este último tiempo puede hacer un dibujo y decir “este soy yo”. Se mira, me muestra que está en otro lugar. Se hace mirar y, creo que es en este punto en que la pulsión escópica se constituye. Se puede contar en el dibujo porque se pudo descontar de la escena.

Se puede contar, quiere que le cuente porque fue contado por mí.

En los primeros tiempos, Mariano podía decir lo mismo mil veces de la misma manera, sin memoria acerca de lo que relató, empezando siempre desde el mismo lugar, siempre igual, en una reiteración sin pérdida en donde no se inscribía la diferencia.

Intervengo diciéndole que yo recuerdo lo que me está diciendo, le cuento que en otro tiempo ya lo dijo.

Dejo juegos interrumpidos y juguetes sin guardar, diciendo “dejá, que quede así, seguimos la próxima semana”, en un intento de no empezar siempre desde el mismo lugar.

Tomo nota en las sesiones. Digo que anoto para que nos acordemos. Le muestro los dibujos que hacía antes. Le cuento de sus juegos de ocho meses atrás, cuando comenzó a venir. Le doy un lugar, lo historizo.

Podrá decir: ―¿Te acordás Mariela que otro día jugamos con plastilina?
Le empiezo a funcionar de memoria y me pregunta: ―¿Te acordás Mariela que yo era un bebé y dormía en una cuna?

Está en los tiempos iniciales de la pregunta dirigida al Otro al cual supone un saber, y entonces se puede colocar en la falta de saber del Otro preguntando.

A partir de este punto el tiempo comienza a contar. Recuerda, escucha cuentos, cuenta cortos relatos, puede comenzar a contarse en una historia. Recién aquí, lentamente, dado que la palabra lo alcanza, podremos comenzar juntos a armar su propia historia.

Hasta aquí llego con este fragmento de material.

Cuando relatamos la clínica con niños en los cuales hay formaciones del inconsciente, hablamos de aquella práctica que corrobora nuestra teoría.

Mi intención aquí es conceptuar esta otra clínica, en donde no escuchamos efectos forclusivos, pero tampoco hay juego significante y, operamos sobre puntos de detención en la constitución subjetiva.

Clínica en donde la intervención desde el significante no es suficiente, y por tanto intervenimos para introducir el juego con estos objetos necesarios en estos tiempos de constitución.

Intervenimos tratando de escribir lo que aún no ha sido escrito, intentando armar lo que no ha sido armado, apostando al sujeto por venir.

Mariela Weskamp.


Publicado en Cuadernos Sigmund Freud 21. Relatos de la Clínica.