Diagnosticar en la infancia. Ana Yurgel.


Pequeña introducción

Cuando se trata de los más pequeños, de los pacientes que son infantes, abordar la cuestión diagnóstica es un tema delicado.

Metilfenidato, Ritalina, Fluoxetina y otras drogas para niños desfilan en la alfombra roja del último grito de la moda actual. Ahora bien… ¿qué sucede cuando ese color rojo de la alfombra pasa a ser un rojo de alerta, de atención? Llamado de atención hacia padres, educadores, médicos pediatras, pedagógos, psicoanalistas, y todos los diferentes profesionales que se ocupan de los niños.

Cuando nos enteramos que tal o cual niño está siendo medicado por prescripción médica (tal vez de un neurólogo) deberíamos preocuparnos y preguntarnos:

¿Por qué - ante el obstáculo, ante las dificultades de nuestra práctica – se acciona de ésta forma? ¿Por qué no se prioriza primero la escucha?

Se vuelve necesario pensar diferentes formas de abordar los casos más “graves” o “urgentes”.

Si realizamos un diagnóstico, debemos hacerlo con mucho cuidado de modo tal que, como efecto de éste, no se habilite a que la única intervención, la más veloz, la regla general a seguir sea que a los niños se los adormezca con sustancias que lo silencien. Esto puede tener la aberrante consecuencia de que se les ocasione más riesgos y más reacciones adversas que beneficiosas.

Si a un niño se lo diagnostica por ejemplo, bajo la nomenclatura A.D.D., autista o psicosis infantil y rápidamente se propone como tratamiento la medicación, de lo que nos estamos olvidando es justamente de la tarea principal que nos compete y que le proponemos a los niños cuando llegan a la consulta: jugar, dibujar, hablar. Ahí y para eso estamos. Ejerciendo nuestra función: recibiendo y – en el mejor de los casos – contribuyendo a aliviar el sufrimiento.

Es por eso que los psicoanalistas que atendemos niños debemos estar bien atentos a la hora de pensar de qué se trata éste tema que nos ocupa: el diagnóstico.

La pregunta sería: ¿Dónde ponemos el acento cuando diagnosticamos?

O tal vez deberíamos ir más atrás, no avanzar tan rápido ni dar por obvia la cuestión: ¿se diagnóstica en la infancia? ¿Cuándo, en qué momento, ante quién, para quién, de qué manera?

Estas preguntas son las que guiaran al presente trabajo.

Acerca del diagnóstico

Tomando como referencia los escritos técnicos freudianos, Lacan en el Seminario 1 afirma:

“Sin duda alguna hay una gran distancia entre lo que efectivamente hacemos en esa especie de antro donde un enfermo nos habla y donde, de vez en cuando, le hablamos, y la elaboración teórica que de ello hacemos” [1]

Sin embargo, más adelante pareciera que se contradice:

“Pues bien, nuestra concepción teórica de nuestra técnica aunque no coincida exactamente con lo que hacemos, no por ello deja de motivar, de estructurar, la más casual de nuestras intervenciones sobre los denominados pacientes”[2]

Y también sostiene:

El progreso de Freud, su descubrimiento, está en su manera de estudiar un caso en su singularidad… ¿Qué quiere decir estudiar un caso en su singularidad?”[3]

Estas reflexiones que Lacan propone sobre la relación entre teoría y práctica, entre elaboración teórica y técnica no son ajenas a los supuestos de la clínica con niños. Tal vez, la cuestión se acentúa un poco más en el punto en que es indefectible aquella sensación por medio de la cual no se termina de entender exactamente qué es lo que hacemos cuando estamos en el consultorio frente a un niño (o qué es lo que hace un niño cuando está frente a nosotros).

Cada encuentro con un infante - quizá aún más en las primeras sesiones – posee algo de no inteligible, de irrepresentable, de ausente de clasificación, de irracional, de incomprensible.

Por eso, si en seguida, en forma acelerada, nombramos al padecer de un niño con una categoría diagnóstica, corremos dos riesgos posibles: por un lado un desaconsejable etiquetamiento y por otro, no encontrar más que lo que se quiere hallar, esto es, que el paciente (en éste caso el niño y tal vez también su familia) nos sirva a modo de conejillo de indias.

Freud trabaja sobre este punto en “Consejos al médico”, y - refiriéndose a la atención flotante - escribe:

…se evita un peligro que es inseparable de todo fijarse deliberado. En la selección se obedece a sus propias expectativas o inclinaciones. Pero eso, justamente, es ilícito, si en la selección uno sigue sus expectativas, corre el riesgo de no hallar nunca más de lo que ya sabe…”[4]

“El éxito corre peligro en los casos que uno de antemano destina al empleo científico y trata según las necesidades de éste, por el contrario, se asegura mejor cuando uno procede como el azar, se deja sorprender por sus virajes, abordándolos cada vez con ingenuidad y sin premisas.”[5]

En todo diagnóstico se pone en juego cierta extrañeza, un enigma.

Entonces, uno debería poder abstenerse de realizar rápidamente un diagnóstico, aunque éste aparezca muy solicitado por los padres o por el colegio, o por el pediatra… Porque lo que se demanda tal vez sea tranquilizar la angustia que en todo caso produce no saber qué le está pasando a ese hijo, a ese alumno o a ese paciente. Tampoco se trata de no decir nada, de callar y de no intervenir. Sí sería necesario escuchar en las entrevistas con los adultos qué los angustia, qué temores tienen, por dónde pasa el deseo hacia su hijo.

Se intenta saber en qué posición está ubicando ese niño, qué le sucede, cuáles son sus preocupaciones, y - sorprendentemente - con lo que nos encontramos es con lo que no sabemos, con lo que no se entiende. El saber se inventa, se crea, se juega, se fantasea junto al niño. No es más que eso que sucede ahí, ipso facto, en la escena, en la cual tenemos que introducirnos y mimetizarnos, para poder actuar.

La preocupación viene en los casos en los que el niño no puede – aunque uno se lo ofrezca – jugar, representar. Porque jugar crea, construye, arma lo particular de la infancia. Y la infancia es, entre otras cosas, el efecto del acto mismo de jugar.

Me interesa dejar en claro que el diagnóstico no debe ser pensado en base a certezas, no es nunca un dictamen, un fallo, un juicio, sino que más bien que éste recién comienza a ser pensado a partir de la transferencia, lazo que nos posibilita conocer la problemática del niño.

Y la transferencia se arma a partir de una demanda. Una demanda de tratamiento, de pedido de ayuda, de solicitud de una cura.

Ahora bien, es muy extraño que cuando le preguntamos a los niños si saben por qué vienen, alguno conteste. Por lo general, podemos decir que responden de manera esquiva o ni siquiera saben qué decir.

Pregunta: ¿cómo introducir una demanda de quién no demanda (o al menos no en forma explícita y directa)?

Una respuesta podrá ser la siguiente: a partir de lo que viene a hacer con nosotros, aunque no tenga sustento teórico alguno.

Esto mismo constituye todo un desafío: apostar a que la demanda se arme, que la transferencia con ese niño se despliegue, y no siempre es fácil. En muchos casos, los niños son traídos y no quieren venir a la consulta. Es importante entonces hallar, descubrir, inventar, crear alguna entrada al entramado singular, alguna ventana, alguna punta – por más mínima, sutil, nimia que sea, y aun disparatada -, a partir de la cual el lazo hacia ese niño comience a funcionar.

Sostener un diagnóstico es meternos en una historia, no es nunca un pronóstico del tiempo, sino que es la oportunidad de comenzar a dibujar un camino (no siempre claro y conciso) que el niño poco a poco – sin saberlo - nos va a ir proponiendo.

En el armado y elaboración de un “diagnóstico infantil” se trabaja al menos con las siguientes variables:

1) Lo escolar: en muchos casos es el colegio el que realiza la derivación. Esto puede deberse a

diferentes causas, motivos y/o quejas: que el niño no presta atención en clase, que no se relaciona o que le cuesta interactuar con otros compañeros, que es agresivo con ellos, que manifiesta dificultades para tolerar la autoridad, que presenta problemas cognitivos, etc. El espectro es bastante amplio. En principio, es importante escuchar y no desechar estas informaciones porque nos están hablando acerca de qué le ocurre al niño con el aprendizaje, con la curiosidad infantil y quizá ese no sea un dato menor (aunque en muchos casos no coincida para nada cómo el niño se comporta en clase y cómo lo hace con el analista)

2) Lo familiar: arista imprescindible a la hora de construir un diagnóstico. ¿Qué lugar ocupa ese

hijo para sus padres, para sus hermanos, para sus abuelos? Cómo lo nombran, qué dificultades, inhibiciones o síntomas ven en él, qué de él les recuerda a ellos, de qué manera se refieren a él, con qué términos, qué esperan del tratamiento, qué les preocupa, qué buscan los padres cuando realizan un pedido (¿soluciones mágicas, un rótulo, un lugar para pensar en las dificultades de su hijo?). Para esto se tornan fundamentales las entrevistas con los adultos, y también generar transferencia con ellos, que en última instancia, son quienes deciden si traerlo o no al tratamiento.

3) La transferencia con el analista: todo lo que allí sucede constituye un punto fundamental.

Cómo se comporta este niño cuando está en la sesión, si puede o no jugar, si aparece algo de la angustia, si está triste, qué puede hacer y que no… De qué forma nos nombra, si juega con nosotros, si nos incluye o no en sus juegos.

No debemos olvidar que uno es allí objeto de la transferencia, objeto de lo que nuestros pacientes puedan - consciente y sobre todo inconscientemente – transferir sobre nuestra persona, aunque paradójicamente no sea nuestra persona en el sentido del yo del analista lo que precisamente prevalezca. Lugar particular, sin ser ninguno en especial, ni a priori, al que uno se presta, incluso “moviéndose” mucho más claramente que con la atención de adultos. Recuerdo una niña que me pedía: “¡dale, che! Acóstate acá conmigo, en el piso, arrástrate, juguemos a que nos quedamos dormidas, hasta que me vengan a buscar”. Y efectivamente eso es lo que hice: introducirme en la escena que la niña me estaba proponiendo aunque no se pudiera (al menos no en ese momento) dilucidar claramente qué significaba eso.

Conclusiones

El diagnóstico no es una cuestión trivial. Está constituido por hipótesis con las que nos manejamos, que pueden ser refutadas con posterioridad. Nunca constituye algo cerrado, acabado, por la simple razón de que el devenir de la infancia tampoco lo es. Lo riesgoso es acrecentar la invasión de múltiples diagnósticos con los que el niño muchas veces llega a la consulta, enunciaciones que lamentablemente se terminan convirtiendo en significantes crueles, muchas veces denigratorios, con los que el niño se identifica y para los cuales el remedio es la medicación con drogas no inofensivas y no carentes de efectos secundarios considerablemente graves.

Lo esencial sería no “patologizar” la infancia sino ir encontrando vía transferencia nuevos significantes (contradictorios incluso con los que viene) que nombren a ese pacientito en forma diferente, que no acarreen tanto sufrimiento para él. No hay que estancar a la infancia para poder nombrarla, hay que propiciar el ruido, el movimiento que insiste, las fantasías y los vaivenes que ésta acarrea. Estamos frente a un psiquismo en estructuración, momento de la vida en el que nada está totalmente fijo ni establecido para siempre. Ese sujeto a advenir, ese niño, puede convertirse en un paciente, que está multideterminado, que es impredecible y complejo, que produce movimientos de apertura.

Adentrémonos entonces, desacartonándonos, en esa aventura loca…



[1] Lacan, J., El seminario, libro 1, Los escritos técnicos de Freud, Paidós, Buenos Aires, 1992, pág.30.

[2] Lacan, J., El seminario, libro 1, Los escritos técnicos de Freud, Paidós, Buenos Aires, 1992, pág. 34.

[3] Lacan, J., El seminario, libro 1, Los escritos técnicos de Freud, Paidós, Buenos Aires, 1992, pág. 26.

[4] Freud, S., Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico, O.C., T.XII, Amorrortu, pág. 112.

[5] Freud, S., Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico, O.C., T.XII, Amorrortu, pág. 114.