Rectificacion Subjectiva. Juan C. Cosentino



“Cuando alguien viene a verme a mi consultorio, por primera vez, y escando nuestra entrada en el asunto, con algunas entrevistas preliminares, lo importante es esa confrontación de cuerpos. A partir del momento en que se entra en el discurso analítico no se habla más del asunto”

J. Lacan 21-6-72 (1)

“He decantado, señala Freud en 1912, las reglas técnicas que propongo aquí de mi experiencia de años, tras desistir, por propio escarmiento, de otros caminos, en un solo precepto” (2): crear para el analista el correspondiente de la regla analítica fundamental instituida para el analizante.

En ese correspondiente el analista tiene que llenar una condición psicológica: servirse de su inconsciente como instrumento del análisis, sometiéndose antes, el mismo, a un análisis.

En 1913 propone el inicio de un análisis con un periodo de prueba. Fijado en una o dos semanas, es apropiado para tomar conocimiento del caso (vale decir, tiene valor diagnostico), y para decidir si el que lo solicitó es apto para el psicoanálisis.

Así, este ensayo previo ya es el comienzo del psicoanálisis y debe obedecer a sus reglas. Tan sólo se lo pueda separar del análisis por el hecho de que en el ensayo de puesta a prueba “uno lo hace hablar al paciente y no le comunica más esclarecimientos que los indispensables para que prosiga su relato” (3).

“Medir lo que se hace cuando se entra en un psicoanálisis, es algo que tiene su importancia”. ¿Cómo actuar? “Hay que proceder” siempre, con numerosas entrevistas preliminares” (4), comenta Lacan en 1971.

Con dichas entrevistas, que pueden durar poco o mucho tiempo, se posibilita un diagnóstico preliminar (que se dirige al sujeto) y, fundamentalmente, la entrada en análisis. Aquel que solicita un análisis debe ser autorizado por el analista a ingresar en la experiencia al sancionar la demanda de análisis. En el umbral, en el borde del discurso analítico, el articulador que permite ubicar el pasaje de las entrevistas al comienzo no apunta al ego, se trata de la rectificación, sino al sujeto.

Como inversión dialéctica la rectificación está anticipada en la “Intervención sobre la transferencia”: una escansión de las estructuras en que se trasmuta para el analizante la verdad y que apunta no sólo a su comprensión de las cosas, sino “a su posición misma en cuanto sujeto del que los objetos son función” (5).

En “La dirección de la cura...” leemos que Freud empieza por introducir al “Hombre de las ratas” a una primera ubicación de su posición en lo real, aunque ello arrastre una precipitación de sus síntomas, mientras obliga a “Dora” a comprobar que ese gran desorden del mundo de su padre, ella misma ha hecho más que participar en él, que se había convertido en su engranaje y que no hubiera podido proseguir sin su complacencia.

“Una dirección de la cura que se ordena [...] según un proceso que va de la rectificación de las relaciones del sujeto con lo real (que es sólo una aproximación, ya que, entonces, real es realidad), hasta el desarrollo de la transferencia, y luego a la interpretación” (6).

“Para no equivocarse en cuanto al lugar del deseo” Lacan propone la rectificación subjetiva. Una rectificación dialéctica que interviene “en primer plano en el método freudiano” y que “parte de los decires del sujeto” (7), para cuestionar la posición que adopta con relación a sus propios dichos.

De “una primera ubicación de su posición en lo real” a una primera ubicación, posteriormente, de su posición en relación a la enunciación. Es decir, la posición que aquel que enuncia admite con respecto al enunciado. Resta lo real excluido dentro del propio campo del lenguaje. El analista ocupa ese lugar en la medida en que es objeto de la transferencia.

Así la cuestión técnica, el qué hacer en el inicio de análisis también es una cuestión ética. La rectificación apunta, en la distancia entre dicho y decir, a la posición del sujeto.

“No hay entrada posible en análisis sin entrevistas preliminares” (8). Las entrevistas intentan provocar un cambio en la posición de quien consulta a través de lo que dice. Es responsabilidad del analista introducirlo en el saber inconsciente iniciando así una rectificación subjetiva. Es decir, está en juego el acto analítico en el comienzo mismo de la experiencia analítica.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

(1) J. Lacan, El Seminario, libro XIX, ...o peor, lección del 21-6-1972, inédito.

(2) S. Freud, Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico, AE., XII, 111-19.

(3) S. Freud, Sobre la iniciación del tratamiento, AE., XII, 125-6.

(4) J. Lacan, El Seminario, libro XVIII, De un discurso que no fuese del semblante, lección del 17-II-71, inédito.

(5) J. Lacan, Intervención sobre la transferencia, en Escritos I, Siglo XXI, Bs. As., 1980, págs. 37-48.

(6) J. Lacan, La dirección de la cura y los principios de su poder, en Escritos I, Siglo XXI, Bs. As., 1980, págs. 228-33.

(7) Idem.

(8) J. Lacan, El Seminario, libro XVIIIª, “El saber del psicoanalista” (Charlas en Ste. Anne), lección del 2-XII-71, inédito.


Intervención sobre la transferencia (1)

Escritos I, Siglo XXI, México, págs. J. Lacan

Aquí estamos todavía en lo de amaestrar las orejas para el término sujeto. El que nos da ocasión para ello permanecerá anónimo, lo cual nos ahorra tener que remitir a todos los pasajes en que lo distinguimos más adelante.

La pregunta por parte de Freud en el caso de Dora, si se la quisiera considerar como cerrada aquí, seria el beneficio neto de nuestro esfuerzo por abrir de nuevo el estudio de la transferencia al salir del informe presentado bajo este título por Daniel Lagache, donde la idea nueva era dar cuenta de ella por el efecto Zeigarnik (2). Era una idea bien a propósito para gustar en un tiempo en que el psicoanálisis parecía escaso de coartadas.

Habiéndose permitido el colega no nombrado replicar al autor del informe que también la transferencia podría ser invocada en ese efecto, creímos encontrar en ello ocasión favorable para hablar de psicoanálisis.

Hemos tenido que recortar algo, puesto que también nos adelantábamos aquí mucho sobre lo que hemos podido, en cuanto a la transferencia, enunciar desde entonces (1966).

Nuestro colega B..., por su observación de que el efecto Zeigarnik parecería depender de la transferencia más de lo que la determina, ha introducido lo que podríamos llamar los hechos de resistencia en la experiencia psicotécnica. Su alcance consiste en poner en valor la primacía de la relación de sujeto a sujeto en todas las reacciones del individuo en cuanto que son humanas, y la dominancia de esta relación en toda puesta a prueba de las disposiciones individuales, ya se trate de una prueba definida por las condiciones de una tarea o de una situación.

Por lo que hace a la experiencia psicoanalítica debe comprenderse que se desarrolla entera en esa relación de sujeto a sujeto, dando a entender con ello que conserva una dimensión irreductible a toda psicología considerada como una objetivación de ciertas propiedades del individuo.

En un psicoanálisis, en efecto, el sujeto, hablando con propiedad, se constituye por un discurso donde la mera presencia del psicoanalista aporta, antes de toda intervención, la dimensión del diálogo.

Por mucha irresponsabilidad, incluso por mucha incoherencia que las convenciones de la regla vengan a dar al principio de este discurso, es claro que esto no son sino artificios de hidráulico (ver observación de Dora, p. 15) (3) con el fin de asegurar el paso de ciertos diques, y que su curso debe proseguirse según las leyes de una gravitación que le es propia y que se llama la verdad. Es éste en efecto el nombre de ese movimiento ideal que el discurso introduce en la realidad. En una palabra, el psicoanálisis es una experiencia dialéctica, y esta noción debe prevalecer cuando se plantea la cuestión de la naturaleza de la transferencia.

Prosiguiendo mi asunto, en este sentido no tendré otro designio que el de mostrar por un ejemplo a qué clase de proposiciones se podría llegar. Pero me permitiré primero algunas observaciones que me parecen urgentes para la dirección presente de nuestros esfuerzos de elaboración teórica, y en la medida en que interesan las responsabilidades que nos confiere el momento de la historia que vivimos, no menos que la tradición cuya custodia nos está confiada.

Que encarar con nosotros el psicoanálisis como dialéctica debe presentarse como una orientación propia de nuestra reflexión, ¿no podemos ver en ello algún desconocimiento de un dato inmediato, incluso del hecho de sentido común de que en él no se hace uso sino de palabras —y reconocer, en la atención privilegiada concedida a la función de los rasgos mudos del comportamiento en la maniobra psicológica, una preferencia del análisis por un punto de vista en que el sujeto no es ya sino objeto? Si hay en efecto desconocimiento, debemos interrogarlo según los métodos que emplearíamos en todo caso semejante

Es sabido que yo me inclino a pensar que en el momento en que la psicología, y con ella todas las ciencias del hombre, han sufrido, aunque sea contra su voluntad o incluso sin saberlo, un profundo reajuste de sus puntos de vista por las nociones nacidas del psicoanálisis, parece producirse entre los psicoanalistas un movimiento inverso que yo expresaría en los siguientes términos.

Si Freud tomó la responsabilidad -contra Hesíodo para quien las enfermedades enviadas por Zeus avanzan hacia los hombres en silencio- de mostrarnos que hay enfermedades que hablan y de hacernos entender la verdad de lo que dicen, parece que esta verdad, a medida que se nos presenta más claramente su relación con un momento de la historia y con una crisis de las instituciones, inspira un temor creciente a los practicantes que perpetúan su técnica.

Los vemos pues, bajo toda clase de formas que van desde el pietismo hasta los ideales de la eficiencia más vulgar, pasando por la gama de propedéuticas naturalistas, refugiarse bajo el ala de un psicologismo que, cosificando al ser humano, llegaría a desaguisados al lado de los cuales los del cientificismo físico no serían sino bagatelas.

Pues debido precisamente al poder de los resortes manifestados por el análisis, no será nada menos que un nuevo tipo de enajenación del hombre el que pasará a la realidad, tanto por el esfuerzo de una creencia colectiva como por la acción de selección de técnicas que tendrían todo el alcance formativo propio de los ritos: en suma un homo psychologicus cuyo peligro denuncio.

Planteo a propósito de él la cuestión de saber si nos dejaremos fascinar por su fabricación o si, volviendo a pensar la obra de Freud, no podremos volver a encontrar el sentido auténtico de su iniciativa y el medio de mantener su valor saludable.

Quiero precisar aquí, si es que hay necesidad de ello, que estas preguntas no van dirigidas para nada a un trabajo como el de nuestro amigo Lagache: prudencia en el método, escrúpulo en el proceso, abertura en las conclusiones, todo aquí nos da ejemplo de la distancia mantenida entre nuestra praxis y la psicología. Fundaré mi demostración en el caso de Dora, por representar en la experiencia todavía nueva de la transferencia el primero en que Freud reconoce que el análisis (4) tiene en ella su parte.

Es notable que nadie hasta ahora haya subrayado que el caso de Dora es expuesto por Freud bajo la forma de una serie de inversiones dialécticas*. No se trata de un artificio de ordenamiento para un material acerca del cual Freud formula aquí de manera decisiva que su aparición queda abandonada al capricho del paciente. Se trata de una escansión de las estructuras en que se trasmuta para el sujeto la verdad, y que no tocan solamente a su comprensión de las cosas, sino a su posición misma en cuanto sujeto del que los "objetos" son función. Es decir que el concepto de la exposición es idéntico al progreso del sujeto, o sea a la realidad de la curación.

Ahora bien, es la primera vez que Freud da el concepto del obstáculo contra el que ha venido a estrellarse el análisis bajo el término de transferencia. Esto por sí solo da cuando menos su valor de vuelta a las fuentes al examen que emprendemos de las relaciones dialécticas que constituyeron el momento del fracaso. Por donde vamos a intentar definir en términos de pura dialéctica la transferencia de la que se dice que es negativa en el sujeto, así como la operación del analista que la interpreta.

Tendremos que pasar sin embargo por todas las fases que llevaron a ese momento, como también perfilarlo sobre las anticipaciones problemáticas que, en los datos del caso, nos indican dónde hubiera podido encontrar su resolución lograda. Encontramos así:

Un primer desarrollo, ejemplar por cuanto somos arrastrados de golpe al plano de la afirmación de la verdad. En efecto, después de una primera puesta a prueba de Freud: ¿irá a mostrarse tan hipócrita como el personaje paterno?, Dora se adentra en su requisitoria, abriendo un expediente de recuerdos cuyo rigor contrasta con la imprecisión biográfica propia de la neurosis. La señora K... y su padre son amantes desde hace tantos y tantos años y lo disimulan bajo ficciones a veces ridículas. Pero el colmo es que de este modo ella queda entregada sin defensa a los galanteos del señor K... ante los cuales su padre hace la vista gorda, convirtiéndola así en objeto de un odioso cambalache.

Freud es demasiado avezado en la constancia de la mentira social para haberse dejado engañar, incluso de labios de un hombre que en su opinión le debe una confianza total. No le ha sido pues difícil apartar del espíritu de su paciente toda imputación de complacencia para con esa mentira. Pero al final de ese desarrollo se encuentra colocado frente a la pregunta, por lo demás de un tipo clásico en los comienzos del tratamiento: "Esos hechos están ahí, proceden de la realidad y no de mí. ¿Qué quiere usted cambiar en ellos?" A lo cual Freud responde por:

Una primera inversión dialéctica que no tiene nada que envidiar al análisis hegeliano de la reivindicación del "alma bella", la que se revela contra el mundo en nombre de la ley del corazón: "mira, le dice, cuál es tu propia parte en el desorden del que te quejas" (p. 32) (5). Y aparece entonces:

Un segundo desarrollo de la verdad: a saber que no es sólo por el silencio, sino gracias a la complicidad de Dora misma, más aún: bajo su protección vigilante, como pudo durar la ficción que permitió prolongarse a la relación de los dos amantes.

Aquí no sólo se ve la participación de Dora en la corte que le hace el señor K., sino que sus relaciones con los otros participantes en la cuadrilla reciben una nueva luz por incluirse en una sutil circulación de regalos preciosos, rescate de la carencia de prestaciones sexuales, la cual, partiendo de su padre hacia la señora K., retorna a la paciente por las disponibilidades que libera en el señor K..., sin perjuicio de las munificencias que le vienen directamente de la fuente primera, bajo la forma de los dones paralelos en que el burgués encuentra clásicamente la especie de prenda más apropiada para unir a la reparación debida a la mujer legítima el cuidado del patrimonio (observemos que la presencia del personaje de la esposa se reduce aquí a este enganchamiento lateral a la cadena de los intercambios).

Al mismo tiempo, la relación edípica se revela constituida en Dora por una identificación al padre, que ha favorecido la impotencia sexual de éste, experimentada además por Dora como idéntica a la prevalencia de su posición de fortuna: esto traicionado por la alusión inconsciente que le permite la semántica de la palabra fortuna en alemán: Vermögen. Esta identificación se transparenta en efecto en todos los síntomas de conversión presentados por Dora, y su descubrimiento inicia el levantamiento de muchos de éstos.

La pregunta se convierte pues en ésta: ¿qué significan sobre esta base los celos súbitamente manifestados por Dora ante la relación amorosa de su padre? Estos, por presentarse bajo una forma tan preponderante, requieren una explicación que rebasa sus motivos (p. 50) (6). Aquí se sitúa:

La segunda inversión dialéctica, que Freud opera con la observación de que no es aquí el objeto pretendido de los celos el que da su verdadero motivo, sino que enmascara un interés hacia la persona del sujeto-rival, interés cuya naturaleza mucho menos asimilable al discurso común no puede expresarse en él sino bajo esa forma invertida. De donde surge:

Un tercer desarrollo de la verdad: La atracción fascinada de Dora hacia la señora K... ("su cuerpo blanquísimo"), las confidencias que recibe hasta un punto que quedará sin sondear sobre el estado de sus relaciones con su marido, el hecho patente de sus intercambios de buenos procedimientos como mutuas embajadoras de sus deseos respectivos ante el padre de Dora.

Freud percibió la pregunta a la que llevaba este nuevo desarrollo.

Si ésta es pues la mujer cuya desposesión experimenta usted tan amargamente, ¿cómo no le tiene rencor por la redoblada traición de que sea de ella de quien partieron esas imputaciones de intriga y de perversidad que todos comparten ahora para acusarla a usted de embuste? ¿Cuál es el motivo de esa lealtad que la lleva a guardarle el secreto último de sus relaciones? (a saber la iniciación sexual, rastreable ya en las acusaciones mismas de la señora K...). Con este secreto seremos llevados en efecto:

A la tercera inversión dialéctica, la que nos daría el valor real del objeto que es la señora K... para Dora. Es decir no un individuo, sino un misterio, el misterio de su propia feminidad, queremos decir de su feminidad corporal, tal como aparece sin velos en el segundo de los dos sueños cuyo estudio forma la segunda parte de la exposición del caso Dora, sueños a los cuales rogamos remitirse para ver hasta qué punto su interpretación se simplifica con nuestro comentario.

Ya a nuestro alcance nos aparece el mojón alrededor del cual debe girar nuestro carro para invertir una última vez su carrera. Es aquella imagen, la más lejana que alcanza Dora de su primera infancia (en una observación de Freud, incluso como ésta interrumpida, ¿no le han caído siempre entre las manos todas las claves?): es Dora, probablemente todavía infans, chupándose el pulgar izquierdo, al tiempo que con la mano derecha tironea la oreja de su hermano, un año y medio mayor que ella (p. 47 (7) y p. 20 (8)).

Parece que tuviésemos aquí la matriz imaginaria en la que han venido a vaciarse todas las situaciones que Dora ha desarrollado en su vida; verdadera ilustración de la teoría, todavía por nacer en Freud, de los automatismos de repetición. Podemos tomar con ella la medida de lo que significan ahora para ella la mujer y el hombre.

La mujer es el objeto imposible de desprender de un primitivo deseo oral y en el que sin embargo es preciso que aprenda a reconocer su propia naturaleza genital. (Se asombra uno aquí de que Freud no vea que la determinación de la afonía durante las ausencias del señor K... (p. 36 (9)) expresa el violento llamado de la pulsión erótica oral en el encuentro a solas con la señora K..., sin que haya necesidad de invocar la percepción de la fellatio sufrida por el padre (p. 44 (10)), cuando cada quién sabe que el cunnilinguus es el artificio más comúnmente adoptado por los "señores con fortuna" a quienes empiezan a abandonarles sus fuerzas). Para tener acceso a este reconocimiento de su feminidad, le sería necesario realizar esa asunción de su propio cuerpo, a falta de la cual permanece abierta a la fragmentación funcional (para referirnos al aporte teórico del estadio del espejo), que constituye los síntomas de conversión.

Pero para realizar la condición de este acceso, no ha contado sino con el único expediente que, según nos muestra la imago original, le ofrece una apertura hacia el objeto, a saber el compañero masculino al cual la diferencia de edades le permite identificarse en esa enajenación primordial en la que el sujeto se reconoce como yo [je]...

Así pues Dora se ha identificado al señor K... como está identificándose a Freud mismo (el hecho de que fuese al despertar del sueño "de transferencia" cuando percibió el olor de humo que pertenece a los dos hombres no indica, como dijo Freud, p. 67 (11), que se tratase de alguna identificación más reprimida, sino más bien que esa alucinación correspondía al estadio crepuscular del retorno al yo). Y todas sus relaciones con los dos hombres manifiestan esa agresividad en la que vemos la dimensión propia de la enajenación narcisista.

Sigue pues siendo cierto, como piensa Freud, que el regreso a la reivindicación pasional para con el padre representa una regresión en comparación con las relaciones esbozadas con el señor K...

Pero ese homenaje del que Freud entrevé el poder saludable para Dora no podría ser recibido por ella como manifestación del deseo sino a condición de que se aceptase a sí misma como objeto del deseo, es decir después que hubiese agotado el sentido de lo que busca en la señora K...

Igual que para toda mujer y por razones que están en el fundamento mismo de los intercambios sociales más elementales (aquellos mismos que Dora formula en las quejas de su rebeldía), el problema de su condición es en el fondo aceptarse como objeto del deseo del hombre, y es éste para Dora el misterio que motiva su idolatría hacia la señora K..., así como en su larga meditación ante la Madona y su recurso al adorador lejano, la empuja hacia la solución que el cristianismo ha dado a este callejón sin salida subjetivo, haciendo de la mujer objeto de un deseo divino o un objeto trascendente del deseo, lo que viene a ser lo mismo.

Si Freud en una tercera inversión dialéctica hubiese pues orientado a Dora hacia el reconocimiento de lo que era para ella la señora K..., obteniendo la confesión de los últimos secretos de su relación con ella, ¿qué prestigio no habría ganado él mismo (no hacemos sino tocar aquí la cuestión del sentido de la transferencia positiva), abriendo así el camino al reconocimiento del objeto viril? Esta no es mi opinión, sino la de Freud (p. 107) (12).

Pero el hecho de que su falla fuese fatal para el tratamiento, lo atribuye a la acción de la transferencia (p. 103-107) (13), al error que le hizo posponer su interpretación (p. 106) (14), siendo así que, como pudo comprobarlo posteriormente, sólo tenía dos horas por delante para evitar sus efectos (p. 106) (15).

Pero cada vez que vuelve a invocar esa explicación, que tomará el desarrollo que todos saben en la doctrina, una nota a pie de página viene a añadir un recurso a su insuficiente apreciación del nexo homosexual que unía a Dora con la señora K...

¿Qué significa esto sino que la segunda razón no se le aparece como la primera de derecho sino en 1923, mientras que la primera en orden dio sus frutos en su pensamiento a partir de 1905, fecha de publicación del caso Dora?

En cuanto a nosotros, ¿qué partido tomar? Creerle ciertamente por las dos razones y tratar de captar lo que pueda deducirse de su síntesis.

Se encuentra entonces esto. Freud confiesa que durante mucho tiempo no pudo encontrarse con esa tendencia homosexual (que sin embargo nos dice ser tan constante en los histéricos que no se podría en ellos exagerar su papel subjetivo) sin caer en un desaliento (p. 107, n.) (16) que le hacia incapaz de actuar sobre este punto de manera satisfactoria.

Esto proviene, diremos nosotros, de un prejuicio, aquel mismo que falsea en su comienzo la concepción del complejo de Edipo haciéndole considerar como natural y no como normativa la prevalencia del personaje paterno: es el mismo que se expresa simplemente en el conocido estribillo: "Como el hilo es para la aguja, la muchacha es para el muchacho."

Freud tiene hacia el señor K... una simpatía que viene de lejos, puesto que fue él quien le trajo al padre de Dora (p. 18) (17), y que se expresa en numerosas apreciaciones (p. 27 n.) (18). Después del fracaso del tratamiento, se empeña en seguir soñando con una "victoria del amor" (p. 99) (19).

En lo que se refiere a Dora, su participación personal en el interés que le inspira es confesada en muchos lugares de la observación. A decir verdad, le hace vibrar con un estremecimiento que, rebasando las digresiones teóricas, alza este texto, entre las monografías psicopatológicas que constituyen un género de nuestra literatura, al tono de una Princesa de Clèves presa de una mordaza infernal.

Es por haberse puesto un poco excesivamente en el lugar del señor K... por lo que Freud esta vez no logró conmover al Aqueronte.

Freud en razón de su contratransferencia, vuelve demasiado constantemente sobre el amor que el señor K... inspiraría a Dora, y es singular ver cómo interpreta siempre en el sentido de la confesión las respuestas sin embargo muy variadas que le opone Dora. La sesión en que cree haberla reducido a "no contradecirlo ya" (p. 93) (20) y al final de la cual cree poder expresarle su satisfacción, Dora la concluye en un tono bien diferente. "No veo que haya salido a luz nada de particular", dice, y es al principio de la próxima cuando se despedirá de él.

¿Qué sucedió pues en la escena de la declaración al borde del lago, que fue la catástrofe por donde Dora entró en la enfermedad, arrastrando a todo el mundo a reconocerla como enferma —lo cual responde irónicamente a su rechazo de proseguir su función de sostén para su común dolencia (no todos los "beneficios" de la neurosis son para el exclusivo provecho del neurótico)?

Basta como en toda interpretación válida con atenerse al texto para comprenderlo. El señor K... sólo tuvo tiempo de colocar algunas palabras, es cierto que fueron decisivas: "Mi mujer no es nada para mí." Y ya su hazaña recibía su recompensa: una soberbia bofetada, la misma cuyo contragolpe experimentará Dora mucho después del tratamiento en una neuralgia transitoria, viene a indicar al torpe: "Si ella no es nada para usted, ¿qué es pues usted para mí?"

Y desde ese momento ¿qué sería para ella ese fantoche que acaba sin embargo de romper el hechizo en que vive ella desde hace años?

El fantasma latente de embarazo que seguirá a esta escena no es una objeción para nuestra interpretación: es notorio que se produce en las histéricas justamente en función de su identificación viril.

Por la misma trampa, en la que se hunde en un deslizamiento más insidioso, va a desaparecer Freud. Dora se aleja con la sonrisa de la Gioconda e incluso cuando reaparezca Freud no tendrá la ingenuidad de creer en una intención de regreso.

En ese momento ella ha logrado que todos reconozcan la verdad de la cual sin embargo ella sabe que no es, por muy verídica que sea, la verdad última, y habrá conseguido precipitar por el puro maná de su presencia al desdichado señor K... bajo las ruedas de un coche. La sedación de sus síntomas, obtenida en la segunda fase de su curación, se ha mantenido sin embargo. Así la detención del proceso dialéctico arroja como saldo un aparente retroceso, pero las posiciones reasumidas no pueden ser sostenidas sino por una afirmativa del yo, que puede ser considerada como un progreso.

¿Qué es finalmente esa transferencia de la que Freud dice en algún sitio que su trabajo se prosigue invisible detrás del progreso del tratamiento y cuyos efectos por lo demás "escapan a la demostración" (p. 67)? (21) ¿No puede aquí considerársela como una entidad totalmente relativa a la contratransferencia definida como la suma de los prejuicios, de las pasiones, de las perplejidades, incluso de la insuficiente información del analista en tal momento del proceso dialéctico? ¿No nos dice Freud mismo (p. 105) (22) que Dora hubiera podido transferir sobre él al personaje paterno, si él hubiese sido lo bastante tonto como para creer en la versión de las cosas que le presentaba el padre?

Dicho de otra manera, la transferencia no es nada real en el sujeto, sino la aparición, en un momento de estancamiento de la dialéctica analítica, de los modos permanentes según los cuales constituye sus objetos.

¿Qué es entonces interpretar la transferencia? No otra cosa que llenar con un espejismo el vacío de ese punto muerto. Pero este espejismo es útil, pues aunque engañoso, vuelve a lanzar el proceso.

La negación con que Dora habría acogido la observación por parte de Freud de que ella le imputaba las mismas intenciones que había manifestado el señor K..., no hubiese cambiado nada al alcance de sus efectos. La oposición misma que habría engendrado habría orientado probablemente a Dora, a pesar de Freud, en la dirección favorable: la que la habría conducido al objeto de su interés real.

Y el hecho de haberse puesto en juego en persona como sustituto del señor K... habría preservado a Freud de insistir demasiado sobre el valor de las proposiciones de matrimonio de aquél.

Así la transferencia no remite a ninguna propiedad misteriosa de la afectividad, e incluso cuando se delata bajo un aspecto de emoción, éste no toma su sentido sino en función del momento dialéctico en que se produce.

Pero este momento es poco significativo puesto que traduce comúnmente un error del analista, aunque sólo fuese el de querer demasiado el bien del paciente, cuyo peligro ha denunciado muchas veces Freud mismo.

Así la neutralidad analítica toma su sentido auténtico de la posición del puro dialéctico que, sabiendo que todo lo que es real es racional (e inversamente), sabe que todo lo que existe, y hasta el mal contra el que lucha, es y seguirá siendo siempre equivalente en el nivel de su particularidad, y que no hay progreso para el sujeto si no es por la integración a que llega de su posición en lo universal: técnicamente por la proyección de su pasado en un discurso en devenir.

El caso de Dora parece privilegiado para nuestra demostración en que, tratándose de una histérica, la pantalla del yo sustantivo es en ella bastante transparente para que en ninguna parte, como dijo Freud, sea más bajo el umbral entre el inconsciente y el consciente, o mejor dicho entre el discurso analítico y la palabra del síntoma.

Creemos sin embargo que la transferencia tiene siempre el mismo sentido de indicar los momentos de errancia y también de orientación del analista, el mismo valor para volvernos a llamar al orden de nuestro papel: un no actuar positivo con vistas a la ortodramatización de la subjetividad del paciente.

NOTAS:

(1) Pronunciada en el congreso llamado de los psicoanalistas de lengua romance, de 1951.

(2) En resumen, se trata del efecto psicológico que se produce por una tarea inconclusa cuando deja una Gestalt en suspenso: de la necesidad por ejemplo generalmente sentida de dar a una frase musical su acorde resolutivo.

(3) Presses Universitaires de France, p. 8 (véase nota 4,) Biblioteca Nueva, Madrid, 1968, t.II, p. 605.

(4) Para que se pueda controlar el carácter textual de nuestro comentario remitimos en nuestro texto, para cada evocación de la reseña de Freud, a la traducción publicada por Denoël, y a la reedición aparecida en Presses Universitaires de France, en 1954, a pie de página. [Añadimos nosotros, a pie de página, la referencia a la edición española de Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 196768. (E.)]

(5) P.U.F., p.24; B.N., t.II, p.620.

(6) P.U.F., p.39; B.N., t. II, p.625.

(7) P.U.F., p. 37; B.N., t.II, p. 624.

(8) U.F., p. 12; B.N., t.II, p. 613.

(9) P.U.F., p. 27; B.N., t. II, p. 617.

(10) P.U.F., p. 27; B.N., t. II, p. 617.

(11) P.U.F., p. 54; B.N., t. II, p. 633-34.

(12) P.U.F., p. 90; B.N., t. II, pp. 656-7n.

(13) P.U.F., pp. 86-90; B.N., t. II, pp. 654-7.

(14) P.U.F., p. 89; B.N., t. II, pp. 656.

(15) P.U.F., p. 89; B.N., t. II, pp. 656.

(16) P.U.F., p. 90; B.N., t. II, pp. 656-7 nota.

(17) P.U.F., p. 10; B.N., t. II, p. 607.

(18) P.U.F., p. 18; B.N., t. II, pp. 612, n.2.

(19) P.U.F., p. 82; B.N., t. II, pp. 651-2.

(20) P.U.F., p. 77; B.N., t. II, pp. 649.

(21) P.U.F., p. 54; B.N., t. II, p. 634.

(22) P.U.F.; p. 88; B.N., t. II, pp. 655 6.


LA DIRECCIÓN DE LA CURA Y LOS PRINCIPIOS DE SU PODER

Escritos I, Siglo XXI, México, págs. J. Lacan

II. ¿Cuál es el lugar de la interpretación?

7. Pero ¿se ha observado acaso, al criticar el procedimiento de Freud, tal como se presenta por ejemplo en el hombre de las ratas, que lo que nos asombra como un adoctrinamiento previo consiste simplemente en que procede exactamente en el orden inverso? A saber, que empieza por introducir al paciente a una primera ubicación de su posición en lo real, aunque ello hubiese de arrastrar una precipitación, no tengamos miedo de decir una sistematización, de los síntomas [8].

Otro ejemplo notable: cuando obliga a Dora a comprobar que ese gran desorden del mundo de su padre, cuyos perjuicios son el objeto de su reclamación, ella misma ha hecho más que participar en él, que se había convertido en su engranaje y que no hubiera podido proseguirse sin su complacencia [7].

He subrayado desde hace mucho tiempo el procedimiento hegeliano de esa inversión de las posiciones del "alma bella" en cuanto a la realidad a la que acusa. No se trata de adaptarla a ella, sino de mostrarle que está demasiado bien adaptada, puesto que concurre a su fabricación.

Pero aquí se detiene el camino que hay que recorrer con el otro. Porque ya la transferencia ha hecho su obra, mostrando que se trata de una cosa muy diferente de las relaciones del Yo con el mundo.

Freud no parece siempre situarse muy bien sobre este punto, en los casos de que nos ha hecho partícipes. Y por eso son tan preciosos.

Porque él reconoció en seguida que ése era el principio de su poder, en lo cual no se distinguía de la sugestión, pero también que ese poder no le daba la salida del problema sino a condición de no utilizarlo, pues era entonces cuando tomaba todo su desarrollo de transferencia.

A partir de ese momento ya no es al que está en su proximidad a quien se dirige, y ésta es la razón de que le niegue la entrevista cara a cara.

La interpretación en Freud es tan osada que, habiéndola vulgarizado, no reconocemos ya su alcance de mántica. Cuando denuncia una tendencia, lo que él llama Trieb, una cosa muy diferente de un instinto, el frescor del descubrimiento nos enmascara lo que la Trieb implica en sí de un advenimiento de significante. Pero cuando Freud trae a luz lo que no puede llamarse de otro modo que las líneas del destino del sujeto, es sobre la figura de Tiresias sobre la que nos interrogamos ante la ambigüedad en que opera su veredicto.

Pues esas líneas adivinadas conciernen tan poco al Yo del sujeto, y a todo lo que puede presentificar hic et nunc en la relación dual, que es cayendo derechito, en el caso del hombre de las ratas, sobre el pacto que presidió al matrimonio de sus padres, sobre lo que sucedió por lo tanto mucho antes de su nacimiento, como Freud vuelve a encontrar esas condiciones mezcladas: de honor salvador por un pelo, de traición sentimental, de compromiso social y de deuda prescrita, de las cuales el gran libreto compulsivo que empujó al paciente a ir hacia él parece ser la calca criptográfica —y viene allí a motivar finalmente los callejones sin salida en los que se extravían su vida moral y su deseo.

Pero lo más fuerte es que el acceso a ese material sólo ha sido abierto por una interpretación en que Freud presumió una prohibición que el padre del hombre de las ratas habría establecido sobre la legitimación del amor sublime al que se consagra, para explicar la marca de imposible con que, bajo todos sus modos, ese lazo parece marcado para él. Interpretación de la cual lo menos que puede decirse es que es inexacta, puesto que es desmentida por la realidad que presume, pero que sin embargo es verdadera en el hecho de que Freud da prueba en ella de una intuición en la que adelanta lo que hemos aportado sobre la función del Otro en la neurosis obsesiva, demostrando que esa función en la neurosis obsesiva se aviene a ser llenada por un muerto, y que en ese caso no podría serlo mejor que por el padre, en la medida en que, muerto efectivamente, ha alcanzado la posición que Freud reconoció como la del Padre absoluto.

8. Que los que nos leen y los que siguen nuestra enseñanza nos perdonen si vuelven a encontrar aquí ejemplos con los que les he machacado un poco las orejas.

No es sólo porque no puedo sacar a luz mis propios análisis para demostrar el plano donde tiene su alcance la interpretación, cuando la interpretación, mostrándose coextensiva de la historia, no puede ser comunicada en el medio comunicante en el que tienen lugar muchos de nuestros análisis, sin riesgo de descubrir el anonimato del caso. Pues he logrado en tal ocasión decir bastante sin decir demasiado, o sea dar a entender mi ejemplo, sin que nadie, aparte del interesado, lo reconozca.

Tampoco es que yo considere al hombre de las ratas como un caso que Freud haya curado, pues si añadiese que no creo que el análisis tenga nada que ver en la conclusión trágica de su historia por su muerte en el campo de batalla, ¿qué no ofrecería para que los que piensan mal lo puedan honnir?

Digo que es en una dirección de la cura que se ordena, como acabo de demostrarlo, según un proceso que va de la rectificación de las relaciones del sujeto con lo real, hasta el desarrollo de la transferencia, y luego a la interpretación, donde se sitúa el horizonte en el que se entregaron a Freud los descubrimientos fundamentales, sobre los cuales vivimos todavía en lo referente a la dinámica y a la estructura de la neurosis obsesiva. Nada más, pero también nada menos.

Queda planteada ahora la cuestión de saber si no es por invertir ese orden por lo que hemos perdido ese horizonte.

9. Lo que puede decirse es que las vías nuevas en las que se ha pretendido legalizar la marcha abierta por el descubridor dan prueba de una confusión en los términos tal, que se necesita la singularidad para revelarla. Volveremos a tomar pues un ejemplo que ha contribuido ya a nuestra enseñanza; por supuesto, ha sido escogido en un autor de calidad y especialmente sensible, por su prosapia, a la dimensión de la interpretación. Se trata de Ernst Kris y de un caso que él mismo no nos oculta haber tomado de Melitta Schmideberg [15].

Se trata de un sujeto inhibido en su vida intelectual y especialmente inepto para llegar a alguna publicación de sus investigaciones, esto en razón de un impulso a plagiar del cual parece no poder ser dueño. Tal es el drama subjetiva.

Melitta Schmideberg lo había comprendido como la recurrencia de una delincuencia infantil; el sujeto robaba golosinas y libros, y fue por ese sesgo por donde ella emprendió el análisis del conflicto inconsciente.

Ernst Kris se atribuye el mérito de retomar el caso según una interpretación más metódica, la que procede de la superficie a la profundidad, dice él. Que lo ponga bajo el patronazgo de la psicología del ego según Hartmann, de quien cree deberse hacer partidario, es cosa accesoria para apreciar lo que va a suceder. Ernst Kris cambia la perspectiva del caso y pretende dar al sujeto el insight de un nuevo punto de partida desde un hecho que no es sino una repetición de su compulsión, pero en el que Kris muy loablemente no se contenta con los decires del paciente. Y cuando éste pretende haber tomado a pesar suyo las ideas de un trabajo que acaba de terminar en una obra que, vuelta a su memoria, le permitió cotejarlo a posteriori, va a las piezas probatorias y descubre que nada hay allí aparentemente que rebase lo que implica la comunidad del campo de las investigaciones. En suma, habiéndose asegurado de que su paciente no es plagiario cuando cree serlo, pretende demostrarle que quiere serlo para impedirse a sí mismo serlo de veras -lo que llaman analizar la defensa antes de la pulsión, que aquí se manifiesta en la atracción hacia las ideas de los otros.

Esta intervención puede presumirse errónea por el solo hecho de que supone que defensa y pulsión son concéntricas y están, por decirlo así, moldeadas la una sobre la otra.

Lo que comprueba que lo es efectivamente, es aquello en lo que Kris la encuentra confirmada, a saber: que en el momento en que cree poder preguntar al enfermo lo que piensa del saco así volteado, éste, soñando un instante, le replica que desde hace algún tiempo, al salir de la sesión, ronda por una calle que abunda en restaurancitos atractivos, para atisbar en los menús el anuncio de su plato favorito: sesos frescos.

Confesión que, más bien que digna de considerarse como sanción de la felicidad de la intervención por el material que aporta, nos parece tener el valor correctivo del acting out, en el informe mismo que da de ella.

Esa mostaza después de cenar que el paciente respira, me parece que dice más bien al anfitrión que faltó durante la cena. Por muy compulsivo que sea para olfatearla, se trata de un hint; síntoma transitorio sin duda, advierte al analista: erró usted el blanco.

Yerra usted el blanco en efecto, proseguiré yo, dirigiéndome a la memoria de Ernst Kris, tal como la he conservado del Congreso de Marienbad, del que me despedí después de mi comunicación sobre el estadio del espejo, preocupado como estaba de ir a husmear la actualidad, una actualidad cargada de promesas, en la Olimpiada de Berlín. Me objetó amablemente, en francés: "Ça ne se fait pas!", ganado ya por esa tendencia a lo respetable que es tal vez la que da aquí ese sesgo a su actitud.

¿Es eso lo que le extravía, Ernst Kris, o sólo que sus intenciones sean rectas?; pues su juicio lo es también sin duda alguna, pero las cosas, por su parte, son chicana.

No es que su paciente no robe lo que importa aquí. Es que no... Quitemos el "no": es que roba nada. Y eso es lo que habría que haberle hecho entender.

Muy a la inversa de lo que usted cree, no es su defensa contra la idea de robar lo que le hace creer que roba. Es de que pueda tener una idea propia, de lo que no tiene ni la menor idea, o apenas.

Inútil pues adentrarlo en ese proceso de dar a cada quien su parte, en el que Dios mismo se perdería, de lo que su colega le escamotea de más o menos original cuando discute con él el pedazo de tocino.

Esa gana de sesos frescos, ¿no puede refrescarle sus propios conceptos, y recordarle en los trabajos de Roman Jakobson la función de la metonimia?, regresaremos sobre esto dentro de un rato.

Habla usted de Melitta Schmideberg como si hubiese confundido la delincuencia con el Ello. Yo no estoy tan seguro y, si he de referirme al artículo donde cita ese caso, la formulación de su título me sugiere una metáfora.

Trata usted al paciente como a un obsesionado, pero él le tiende la pértiga con su fantasía de comestible: para darle la ocasión de adelantarse en un cuarto de hora a la nosología de su época diagnosticando: anorexia mental. Refrescará usted de pasada, devolviéndolo a su sentido propio, ese par de términos reducidos por su empleo corriente a la dudosa calidad de una indicación etiológica.

Anorexia, en este caso, en cuanto a lo mental, en cuanto al deseo del que vive la idea, y esto nos lleva al escorbuto que reina en la balsa en la que lo embarco con las vírgenes flacas.

Su rechazo simbólicamente motivado me parece tener mucha relación con la aversión del paciente respecto de lo que cavila. Tener ideas, ya para su papá, nos lo dice usted, no era cosa fácil. ¿No sería que el abuelo, que se había ilustrado en ese terreno, le habría asqueado de ello? ¿Cómo saberlo? Sin duda tiene usted razón al hacer del significante "grande", incluido en el término de parentesco grand-pere ("abuelo") el origen, sin más, de la rivalidad ejercida frente al padre por el pescado más grande obtenido en la pesca. Pero este challenge de pura forma me sugiere más bien que quiera decir: nada que freír.

Nada pues en común entre su procesión, dicha a partir de la superficie, y la rectificación subjetiva, puesta en primer plano más arriba en el método de Freud donde por otra parte no se motiva por ninguna prioridad tópica.

Es también que esta rectificación en Freud es dialéctica, y parte de los decires del sujeto para regresar a ellos, lo cual quiere decir que una interpretación no podría ser exacta si no a condición de ser... una interpretación.

Tomar partido aquí en cuanto a lo objetivo es un abuso, aunque sólo fuese porque el plagiarismo es relativo a las costumbres en uso.(2)

Pero la idea de que la superficie es el nivel de lo superficial es a su vez peligrosa.

Otra topología es necesaria para no equivocarse en cuanto al lugar del deseo.

Borrar al deseo del mapa, cuando ya está recubierto en el paisaje del paciente, no es la mejor continuación que se puede dar a la lección de Freud.

Ni el medio de terminar con la profundidad, pues es en la superficie donde se ve como un herpes en los días de fiesta floreciendo el rostro.

NOTAS:

(1) O, que más que ser vocalizada como la letra simbólica del oxígeno, evocada por la metáfora proseguida, puede leerse: cero, en cuanto que esa cifra simboliza la función esencial del lugar en la estructura del significante.

(2) Ejemplo aquí: en los Estados Unidos donde Kris fue a parar, publicación equivale a título, y una enseñanza como la mía tendría que tomar sus garantías de prioridad cada semana contra el saqueo del que no dejaría de ser ocasión. En Francia, es bajo un modo de infiltración como mis ideas penetran en un grupo, donde se obedece a las órdenes que prohiben mi enseñanza. Siendo allí malditas, las ideas no pueden servir sino de adorno para algunos dandys. No importa: el vacío que hacen resonar, se me cite o no se me cite, hace escu


* A partir de aquí las itálicas me corresponden.